viernes, 21 de marzo de 2008

AQUEL VIERNES DE MUERTE

Jesús muere en la Cruz. Acabamos de oír las palabras proféticas de Isaías en la Primera lectura (Is 52,13-53,12) el Siervo de Dios sufrió en lugar de su pueblo, en lugar de nosotros.

Murió por nuestras rebeldías, que eso son nuestros pecados, rebeldías contra nuestro Padre Dios.

Sabemos que el pecado es desobediencia y orgullo. Y el pecado causó un daño tremendo, y había que repararlo.

No había otra opción que desandar lo andado. Había que hacer algo. Lo tendría que hacer el hombre. Y Dios se hizo hombre para cargar con la culpa: para obedecer y humillarse en nuestro lugar.

Tanto nos ama Dios que admitió el canje de su Hijo Único para que obedeciera y se humillase hasta el extremo máximo de la Cruz.

Hacía el año 1000 el profeta Davíd había profetizado en el Salmo 22 (16-18).

«taladraron mis manos y mis pies... Se han repartido mis vestidos y echan suerte sobre mi ropa»

Esto fue escrito por el rey David, que murió de muerte natural (cfr. 1 Reyes, 1). Por eso no se refería a sí mismo, sino que, como profeta que era predijo el tipo de muerte que padecería el Mesías.

Como dice un testigo presencial en el Nuevo Testamento (Juan 19, 23-24):

«Los soldados, después de crucificar a Jesús, tomaron sus vestidos, los repartieron en cuatro partes, una para cada soldado. Tomaron también su túnica, que era sin costura, estaba toda ella tejida de arriba abajo. Entonces se dijeron unos a otros: No la rasguemos, sino echémosla a suerte a ver a quién le toca

A esto habría que añadir que los judíos de la época de David no practicaban la crucifixión, sin embargo, David profetizó que el Cristo padecería este tipo de muerte, que diez siglos después se habría de convertir en el principal método de ejecución aplicado por el imperio Romano.

Lo que tratamos de decir es que la pasión del Señor no fue ningún accidente. El Señor sufrió porque quiso. En el doble sentido que tiene este verbo en español.

El Señor sufrió libremente, podría haberlo haber evitado. Y sufrió porque nos amó hasta el extremo.

Por eso aquél viernes de muerte fue desconcertante para satanás (con minúscula): por muy listo que sea no sabe amar.

Pero no fue desconcertante para la Virgen, porque su amor le llevó a fiarse de Dios.

Detrás de todo lo que sufrió Ella como Madre, en el fondo latía la esperanza: el Señor no le había fallado nunca, y tampoco lo haría ahora.

El amor mantuvo la esperanza de la esperanza de la Virgen. Y la esperanza le hizo ver con los ojos de Dios.
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