miércoles, 25 de noviembre de 2020

LA PARADA DEL BUS



La palabra adviento significa «venida». Y la Iglesia quiere que durante este tiempo nos preparemos especialmente para la llegada del Señor.

Los cristianos de todos los tiempos han pedido: –Ven Señor, no tardes.

San Pablo escribió a los de Corinto que los cristianos aguardamos, esperamos, que el Señor regrese la segunda vez (Segunda lectura de la Misa:1 Cor 1, 3-9).

Se enteró de que algunos cristianos de esa ciudad no creían en la vida eterna. Por eso les escribe hablando de la Resurrección de Jesús, y de la nuestra, que tendrá lugar «el día del Señor».

En un ambiente tan superficial cabía el peligro de no pensar nada más que en lo que tenían entre manos. San Pablo les anima a levantar la vista, y que pensasen que el Señor vive, y volverá.

Desde luego no sabemos cuando vendrá Jesús y por eso tiene interés para nosotros seguir el consejo del Señor: «velad» (Evangelio de la Misa: Mc 13, 37).

Con ese concepto se resume nuestro modo de estar en este mundo. Por eso nuestra vida en la tierra se podría comparar a una parada de autobús. Todos estamos esperando alguna línea.

Sería como para preguntarle a la persona del al lado: –¿Tú qué número esperas?

La mayoría de la gente está en la parada esperando al 13, que es el que lleva al cementerio. Es una pena tener esa aspiración.

Los cristianos esperamos al que nos lleva al aeropuerto. Jesús que llega desde el Cielo.

Hace muchos siglos un profeta entusiasta decía: –«Ojalá rasgases el cielo y bajases» (cfr. Primera Lectura: Is 63, 19b)

Esto ocurrió hace más de dos mil años, en una pequeña localidad de Palestina. Ahora aguardamos la segunda llegada. Pero hay una diferencia.

Y es que a los santos le da un poco igual la fecha de esa segunda venida, porque no tienen curiosidad sino amor.

La primera llegada de Jesús no la vimos nosotros, y quizá tampoco la gloriosa nos tocará.

Es el corazón el que descubre, que no sólo hay dos venidas: hay llegadas diarias del Señor, y esas son las que tenemos que vigilar que no se nos escapen.

Sobre todo llega en la Santa Misa: allí se hace presente con su cuerpo. Y se queda en el sagrario. Nos puede ayudar a prepararnos para la Comunión decirle: –Ven, Señor.

Ir al Cielo esta es meta de nuestra vida. Pero si queremos subirnos al bus de Dios, que nos llevará a su Casa, necesitamos comprar el billete.

El billete nos lo va a regalar nuestro Padre del Cielo, con un poco de gracia. Nos lo regala en la oración, en la Misa, en la Confesión, y en otras de sus venidas frecuentes.

A mucha gente hay que preguntarle ahora que estamos en la parada:

–¿Tú esperas el mismo bus que yo?

Hemos de ayudarles a que levante su pensamiento al Cielo, como hizo San Pablo con los de Corinto.

El amor no tiene en cuenta «el que dirán». Por eso si queremos salir de la tibieza hemos de pedir: –Ven, Señor, a mis labios.

–¡Ven, Señor, Jesús, acompañado de tu madre!

jueves, 19 de noviembre de 2020

EL GRAN DIVORCIO


El año litúrgico acaba con la fiesta de Cristo Rey. Porque Jesús es el Señor de la Historia.

El género humano empezó con un hombre que quería ser Dios, y la historia terminará con la llegada de un Dios que ha querido hacerse Hombre.

Y «si por Adán murieron todos, por Cristo todos volverán a la vida» (1 Cor 15,20-26ª.28: Segunda lectura de la Misa).

Cristo vendrá como Dios, como Señor, como el Pastor de su Pueblo.

David, en el Salmo 22, dice que verdaderamente el Señor es el pastor de cada uno de nosotros (cfr. Responsorial de la Misa).

Este profeta que, además era rey de Israel, en su juventud se había dedicado a cuidar un rebaño, describe a Dios así.

Y otro profeta, Ezequiel, nos habla de que el Señor juzgará a sus ovejas (Primera lectura de la Misa: 34,11-12.15-17). Porque nos ha hecho libres: nadie nos obliga a hacer el bien. Y si hacemos el mal, también es porque nosotros queremos.

En este aspecto, el Señor es claro, como se lee en el Evangelio (de la Misa: Mt 25,31-46) «Se sentará en el trono de su gloria y separará a unos de otros». Jesús nos habla de una separación.

Todo esto me recuerda un libro que escribió un autor inglés que llevaba por título «El matrimonio entre el cielo y el infierno», en el que hablaba de que al final habrá una alianza entre Satán y Miguel, entre las cabras y las ovejas.

Y a este libro le respondió otro autor con una novela titulada «El gran divorcio». La tituló así porque no puede haber ningún tipo de matrimonio entre el bien y el mal.

No se arregla el error de una suma, pasándolo por alto y siguiendo: hay que rectificar el fallo, si no, el resultado es falso.

El mal ha de ser corregido, y es bueno que lo hagamos ahora que tenemos –¡cosa curiosa!– tiempo.

domingo, 8 de noviembre de 2020


El libro de los Proverbios alaba a una mujer que trabaja con profesionalidad: que actúa con previsión (Primera lectura: 31,10-13.19-20.30-31).


Sabemos que nuestra vida corriente tiene mucha transcendencia: no da igual hacer una cosa o no hacerla. No da igual una chapuza que una obra bien acabada.

El Señor en el Evangelio habla de la fidelidad en lo poco, en lo cotidiano, en lo que podemos hacer, no en lo imaginario (cfr. Mt 25,14-30)

Si somos buenos en la vida diaria el Señor nos promete el Cielo. Por eso no hay esperar cosas extraordinarias, que nos apartarían de lo verdaderamente importante.

Algunos cristianos de Tesalónica, pensando que el Señor iba a volver pronto, descuidaban el día a día. Y San Pablo les dice que la llegada del Señor no se sabe cuando será (1Ts 5,14-30: Segunda lectura de la Misa).

Lo que sí se sabe es que hay que darle valor al presente. Porque «el ahora» es lo que nos une a la eternidad.

La Virgen no hizo milagros, pero fue fiel al echarle sal al arroz y darle de comer a las gallinas.

Ella, en la vida corriente, estaba unida a Dios. Su único miedo era que algo le separara del Señor: este es el verdadero temor de Dios, del que nos habla el salmo (127: Responsorial). María no cayó en el error de separar a Dios de la vida diaria

Cuando estudiaba en la universidad, un profesor preguntó a las chicas que estaban en clase sobre el significado del titulo de una revista, «Ama», que por entonces leían muchas españolas:

–«Ama», ¿viene de amar o de ama de casa?

No supieron responderle... Y da igual.

Por eso la Virgen, cuando estaba en los detalles, era el «ama». Y no es de extrañar que cuando el Señor inspiró el libro de los Proverbios, donde se habla de la mujer 10, pensara en su Madre.

sábado, 7 de noviembre de 2020

TEMPLOS DE DIOS



«¿No sabéis que sois templo de Dios y que el Espíritu Santo habita en vosotros?», nos dice San Pablo en la Primera lectura (1Cor 3,9c-11.16-17). Somos «templos de Dios»

Un templo es un lugar donde vive Dios. Es como un estuche que guarda una joya preciosa. Las personas que están en gracia tienen a la Santísima Trinidad dentro (cfr. 2Cro 7,16: Aleluya de la Misa). 

El mismo Jesús, cuando está hablando con los fariseos, se refiere a su cuerpo como si fuera un templo: «Destruid este templo, y en tres días lo levantaré» (cfr. Jn 2,13-22: Evangelio de la Misa). 

Él es el templo por excelencia. Su Cuerpo físico es el nuevo Templo de Dios. 

Todo el mundo entiende que, algo tan grandioso como una catedral o un sitio donde vive el Señor no puede estar sucio y descuidado. 

Él es muy sensible al pecado, a la suciedad que siempre deja cualquier falta, y más si es mortal. Conoce hasta la última mota de polvo que pueda tener nuestra alma. Sabe nuestros más ocultos pensamientos. Es el único que sabe lo que tenemos en el corazón. 

Como Dios sabe todo lo nuestro, es bueno pedirle ayuda, luces, antes de hacer nuestro examen de conciencia. 

Hablando con la gente, muchos te dicen que siempre se confiesan de lo mismo. 

En parte es normal que nos confesemos de lo mismo, porque uno es tan miserable que siempre tiene las mismas faltas, ni siquiera somos originales en eso. 

Siempre me acordaré de una anécdota que me hizo mucha gracia. Un día le preguntó una madre a su hijo de qué se confesaba, y éste, sin pelos en la lengua le respondió: –Yo siempre me confieso de lo mismo: de que tiro barro a los autobuses y de que no creo en el Espíritu Santo. 

Pero, a veces puede ser que no veamos más cosas porque hacemos rápido el examen de conciencia, sin pedirle ayuda a Dios o, si podemos, a las personas que nos pueden enseñar. 

Con motivo de los 50 años de sacerdocio de un obispo, se celebró una Misa en una de las basílicas romanas más bonitas y antiguas. 

Se trata de un templo precioso. Tiene un artesonado que es una maravilla, columnas centenarias, un baldaquino que señala con claridad el lugar del altar… Son bonitas hasta las rejas de las capillas laterales. 

Como es antigua, tiene casi dos mil años, mucha gente la visita. Por eso, antes de celebrar ese aniversario tan importante, se quiso dar una buena limpia al templo. 

Para eso fue un equipo preparado de personas, profesionales que la empezaron a limpiar a conciencia. 

Sacaron todo lo necesario para su trabajo, y allí empezó a correr el agua con jabón y productos de limpieza. Parecía que cobraba vida el salmo 45 cuando dice que «el correr de las acequías alegra la ciudad de Dios» (Salmo responsorial y cfr. Ez 47, 1-2. 8-9.12). 

Al ver el empeño con que trabajaban, uno de los que estaban por allí, al ver que estaban limpiando incluso los bancos por debajo, comentó sin mala intención que tampoco hacia falta tanto, que eso no lo iba a ver nadie. 

Y la persona que estaba allí dale que te pego, frotando, le respondió: –Es verdad, esto no lo ve nadie, pero quien sí lo ve es Dios. 

Nuestra Madre nos ayudará a descubrir las cosas que no van. 

Ella, que es la Inmaculada, nos dará luces para limpiar bien nuestra alma cada vez que nos confesemos.

FORO DE HOMILÍAS

Homilías breves predicables organizadas por tiempo litúrgico, temas, etc.... Muchas se encuentran ampliadas en el Foro de Meditaciones