A veces nos encontramos con gente que es muy generosa con su dinero, con su tiempo e incluso con su vida.
También vemos personas que son tacañas: que se le pide mucho porque tiene mucho, y dan poco o no dan nada.
Quizá no dan porque tienen poca confianza, a ver donde va a ir a parar su dinero.
La gente que da es porque tiene fe, porque piensan que sobrenaturalmente es rentable dar.
A todos les cuesta dar: pero unos dan y otros no dan. Y, normalmente, los que dan por compromiso dan poco.
Hay una viñeta de Mafalda muy gráfica. Está el pequeño Guille con su madre en el parque. Ella está sentada junto a una señora que tiene un paquete de galletas.
La señora en cuestión saca una galleta de la caja y se la da a Guille, que la empieza a mirar.
Entonces la mamá le dice a Guille: –¿qué se dice? Y el pequeño mirando la galleta y la caja de la señora toda llena, le contesta:
–¡rata!
Decíamos que detrás de la generosidad hay fe y hay fortaleza para desprenderse.
Vamos a pedirle al Señor esas virtudes, para que nosotros, los que estamos aquí haciendo esta oración seamos generosos, no por compromiso, sino de corazón.
–Señor, envía tu luz para descubrir qué más puedo darte.
Pidamos luces al Espíritu Santo para que nos haga ver si hemos echado el freno de mano de la «prudencia» en la entrega.
Cuando uno se lanza a hacer algo, pude ser por dos motivos. O por la inconsciencia de la juventud, o también por la audacia de la fe.
–Danos fe, Señor, para que te entreguemos lo que más nos cuesta.
Decimos que nos hemos entregado, pero a veces queremos recuperar.
Decía Teresa de Jesús que, a veces decimos que somos pobres porque hemos entregado todo al Señor.
Sin embargo, nos quejamos cuando nos falta algo.
O sólo nos damos en algunas circunstancias, o cuando nos lo piden determinadas personas, y nos resulta gratificante dar.
–Señor, que nos entreguemos plenamente a tu servicio (cfr. Oración colecta).
Y ¿en qué tenemos que ser generosos muchas veces? Sobre todo en la fraternidad.
Lo nuestro no es cumplir sin más con los que viven con nosotros.
Hemos de pasar la raya del cumplir y llegar al excederse en la preocupación por esas personas, nuestros prójimos.
–Señor que seamos «compasivos y misericordiosos» con todos (Jl 2, 13: Versículo antes del Evangelio).
Sucede con frecuencia que con los extraños todo son amabilidades y atenciones.
Pero, luego, cuando estamos con los que vivimos es distinto, porque en casa y en zapatillas la gente va a que le sirvan y no le molesten.
Debemos estar pendientes de los que vienen de Palencia, Nigeria, o nos encontramos en Chauchina, pero más de los que viven en nuestra casa.
Quizá servir el café no es lo que más se agradece. Hay otras cosas, pequeños servicios que hacen que ganemos en generosidad, y a veces, esos servicios son heroicos.
Generosidad en la fraternidad se traduce en servir.
Hay gente que se quema porque es agotador estar siempre sirviendo. Y esto es lo que nos hace ser maduros.
–Señor que no me canse de servir. Que nuestra misericordia y nuestras atenciones sean constantes (cfr. Sal 24: responsorial).
Cuenta el Evangelio como San Pedro le pregunta a Jesús cuántas veces debe perdonar a su hermano. Es decir, alguien con quien se vive muchos años: «¿Hasta siete veces?».
Y el Señor que le responde «No te digo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete» (Mt 18, 21-35). O sea, siempre.
Aunque te aburra su forma de hablar, de comer... Aunque preveas sus fallos, sus gritos, su desorden, sus manías. Siempre.
Todo lo que hacemos debe estar dirigido a que la gente se encuentre a gusto.
Lo nuestro no es tanto que las cosas marchen sino que las personas se sientan queridas. Para eso hay que llegar al heroísmo.
El problema es que, estar siempre con las mismas personas, te hace poner límites y barreras de manera instintiva, sin darte cuenta.
Los santos lo son porque han sido heroicos y han respondido siempre a la gracia.
–Señor, danos la fortaleza para ser heroicos en el trato.
En esto como en todo: el esfuerzo por servir a los demás nos lleva al amor de Dios
Nos lleva a la santidad, ser amigos íntimos de Dios, a estar con Él en su «tienda» en su «monte santo» (Sal 14, 1: Antífona de comunión).
La llena de gracia sirvió sin cansancio a los planes de Dios.
Cuidó de su prima y, no es de extrañar que también lo hiciera de la Magdalena y aquellas «santas mujeres» que cuenta el Evangelio.
No hacía distinciones, ni se dejaba llevar por el cansancio. Sabía que merecía la pena, excederse, que eso era la redención.