viernes, 27 de marzo de 2020

¡SAL FUERA!



No estamos solos

La primera idea de esta meditación es que ante lo que está pasando no estamos solos. Jesús nos acompaña. Algunos de vosotros habrá recibido la noticia del fallecimiento de una persona conocida. Tremendo si se trata de un familiar.

Nos consuela saber que en esos momentos Dios está cerca. Hace poco tiempo decía el Papa:

En estos días me contaron una historia que me removió y dolió, y refleja también lo que está pasando en los hospitales.

Una anciana comprendió que se estaba muriendo y quería despedirse de sus seres queridos: la enfermera fue por el teléfono e hizo una vídeo-llamada a su nieta, por lo que la anciana pudo ver la cara de su nieta y pudo irse con ese consuelo.

Es la necesidad última de tener una mano que tome la tuya. Un gesto de compañía final. Y muchas enfermeras y enfermeros acompañan ese deseo extremo con el oído, escuchando el dolor de la soledad, tomando la mano.

De las pocas veces que se dice en el Evangelio que Jesús lloró, fue precisamente por la muerte de un amigo. Tanto lo sintió que hizo que su amigo Lázaro volviese a la vida.

Los textos de la Misa de este domingo nos hablan de la Resurrección. Y es que Jesús es el camino nuestro, y también la Vida.

El poder de resucitar muertos

La segunda idea de esta meditación es que Jesús que es nuestro amigo tiene el poder de resucitar muertos.

Jesús es Dios y Hombre. Su palabra tiene un poder sobrenatural... Cuando Dios dijo que se hicieran las montañas, las montañas aparecieron, y lo mismo pasó con el sol y los mares… Por eso cuando dijo a Lázaro: ¡sal fuera!, el que estaba muerto volvió a la vida. El que estaba ya putrefacto, en lo hondo de la tumba, salió envuelto en vendajes.

Está profetizado: os infundiré mi espíritu y viviréis (Primera lectura de la Misa: Ez 37, 12-14).

Por eso dice el Salmo que hoy leemos: desde lo hondo (desde el sepulcro) a ti grito, Señor (129).

Hay quien piensa que los milagros de los que nos habla el Evangelio se hicieron por medio de sugestión. La gente se sugestionaba y se le curaba una enfermedad: es el llamado efecto placebo.

Es típico en los campamentos que algunos niños se quejen mucho de que les duele la cabeza o el brazo. Se les pasa milagrosamente cuando les das una pastilla. Y, a lo mejor, esa pastilla es de azúcar. Pero se sugestionan y se curan.

Así, algunos explican que un ciego de nacimiento comenzase a ver, que un paralítico pudiese andar, que con tres bocadillos de sardinas comiesen miles de personas, etc.

Dicen que la mente humana tiene una capacidad desconocida para realizar esos fenómenos paranormales, que la gente corriente llama milagros. Desde luego esta opinión pseudo científica no deja de ser bastante curiosa.

Pero lo de resucitar a un muerto, eso es ya diferente, ahí ya no existe el efecto placebo, porque el muerto no puede ser sugestionado.

Entonces se podría objetar que es que no estaría muerto. Pero en este caso de la resurrección de Lázaro, su cuerpo llevaba varios días en el sepulcro, y olía ya por putrefacción de la carne, señal evidente de que no estaba en estado de coma.

Con la medicina y contando con el paso del tiempo se podrá hacer muchas cosas, pero nunca resucitar a un muerto, eso no tiene vuelta de hoja.

Jesús lo hizo. Y por eso querían matarle sus enemigos. Porque ya era demasiado... Darle la vista a un ciego de nacimiento fue portentoso, pero darle la vida a Lázaro eso era ya tumbativo, mejor dicho resucitativo.

Aunque parezca increíble, hace poco leí en un libro que lo de Lázaro fue un montaje. Que, como estaba enfermo y pálido, se envolvió el mismo con vendas y se metió en su propio sepulcro esperando a que llegara Jesús. Esto es lo que pensaban los gnosticos.

Nosotros cuando algún alimento tiene fuerza, decimos que es capaz de resucitar a un muerto. La palabra de Jesús es así, pero realmente, la muerte no aguanta su presencia. Sus palabras traspasaron aquel día la roca donde estaba enterrado su amigo Lázaro.

En el Génesis se cuenta como Dios le sopló a Adán un aliento de vida, y Adán comenzó a vivir. El Señor tiene poder para devolver la vida, otra cosa es si eso es lo que más conviene. Cuando Jesús parece que no hace caso a nuestros ruegos y no evita lo que ahora está pasando: una enfermedad por la que mucha gente muere, no es que sea un Personaje frío que no sufre por nosotros. Muy al contrario: si Jesús permite esta situación es porque sabe que nos va a reportar muchos beneficios.

El Señor puede devolvernos la vida como hizo con su amigo Lázaro. Pero también puede resucitarnos a la vida sobrenatural, la vida de la gracia, que es lo importante.

Porque ¿para qué queremos vivir toda la eternidad alejados de las personas que queremos? Eso no sería vida, porque una vida sin amor es un desastre y una vida eterna sin amor es un infierno.

Como dice san Pablo el Amor de Dios es lo que nos devuelve otra vez la vida sobrenatural (segunda lectura de la Misa: cfr. Rom 8, 8-11). Y esto es lo que el Señor quiere hacer con nosotros esta cuaresma: resucitarnos.

Tiene poder para sacarnos de lo más profundo. Por eso le repetimos: –Desde lo hondo, a Ti grito, Señor. 

Además el mismo Jesús lo dijo: El que (…) cree en mí, no morirá para siempre  (Jn 11, 26).

Lázaro estuvo cuatro días muerto. Por eso, nosotros nunca debemos desanimarnos por nuestros pecados, aunque los cometamos una y otra vez. La Gracia es más fuerte. Jesús nos cura si confiamos en Él.

Sacar al bicho

La tercera idea es que Jesús que es nuestro Amigo, puede hacer que salga fuera de nosotros lo que nos daña y nos quita la verdadera vida. Vamos a pedirle al Señor que nos resucite las veces que haga falta porque somos sus amigos. Vamos a pedírselo ahora.

Un conocido filósofo, que murió loco, decía para meterse con los cristianos: no se les nota caras de resucitados. Como si dijera que a veces vamos por la vida con cara de mártires. Por eso si en la tierra hay cristianos que tienen cara de muerto es aconsejable que vayan a tomar el sol.

Y que a nosotros se nos note después de esta cuaresma que hemos cambiado. No solo porque nos hayamos empeñado, sino porque le hemos pedido al Señor que nos ayude. Y Él con su voz de Dios nos dice: ¡sal fuera!

Muchas veces se ha explicado la dificultad de cortar con las cosas que nos cuestan con  la imagen del sapo. Recuerdo hace tiempo que una niña de 5º de Primaria definía el sapo como «algo malo que uno ha hecho, que se queda dentro y da supervergüenza contar, y te pones de todos los colores» (E. MONASTERIO: Un safari en mi pasillo).

A una persona santa, Dios un día le permitió ver como, hablando con otro iban saliendo sapitos pequeños de su boca. Pero que de vez en cuando se asomaba uno grande y repugnante, con ojos saltones y que no terminaba de salir. Se metía para adentro y volvía a asomarse al cabo de un rato…

Tú, pídele al Señor que nos saque nuestros sapos: la pereza, el programa de televisión que a veces nos separa de Él, etc.

Que nos saque de los sitios donde no está Dios. Y verás como a la puerta de ese local el Señor te dice: ¡sal fuera!

Cuenta Santa Teresa de Jesús en el Libro de la vida (Capítulo VII) que Dios le hizo entender que no le convenían algunas amistades que frecuentaba.

Ella, que era una persona buena, fue poco a poco enfriándose en su amistad con el Señor y perdiendo vida sobrenatural.

Y como le crecieron los pecados comenzó a faltarle el gusto por las cosas de Dios. Entonces, el diablo la engañó porque, al verse “tan perdida”, tenía miedo de hacer oración. Y por eso prefería estar con mucha gente y tratar menos con el Señor.

Ella misma dice que engañaba a las personas con las que hablaba, porque seguía apareciendo como buena, e incluso les hablaba de Dios.

Como ella no hacía caso, y seguía hablando con una determinada persona, el Señor se le apareció y le hizo ver que aquello le dolía mucho.

Precisamente, un día, estando con esa persona, vio venir hacia ella como una especie de “sapo grande”.

La santa cuando entendió todo aquello, echó el sapo de su vida, que no era imaginario. Y volvió a darle gusto a Dios, que le pedía desde hacia tiempo que dejara de verse con esa persona.

Por eso, nosotros, en este tiempo, después de reconciliarnos con Dios volveremos a la vida verdadera, no la de diseño.

Y, aunque haya gente que nos diga que no estábamos muertos, que nos habían visto en el botellón, les diremos que sí, que estuvimos, pero que nos fuimos porque Alguien nos llamó.

Cuenta el Evangelio que el Señor expulsó siete demonios de María Magdalena (Lc 8, 3). Yo me los imagino en forma de sapo.

La Magdalena no resucitaría a la vida espiritual de la noche a la mañana. Su conversión sería poco a poco. A veces volvería para atrás. Estoy seguro que Jesús se la confió a su Madre, para que su vuelta a la vida fuese definitiva.

La Virgen como buena enfermera nos curará, después de que Jesús, nuestro amigo y también nuestro médico, haya expulsado  los virus malignos.

viernes, 20 de marzo de 2020

CIEGO EN ESPAÑA




Fiarse de uno mismo o fiarse de Dios

Tenemos que hablar de fe. Y nos puede pasar como a aquella niña que le preguntaron sobre esta virtud cristiana. Ella contestó en el examen: La fe es aquello que Dios nos da para entender a los curas.

Por eso voy a pedirle al Señor que sepa explicar esta virtud que es tan importante en el día a día. La cosa es así: en nuestra vida se presenta una disyuntiva: fiarnos de nosotros mimos o fiarnos de Dios. Normalmente esta elección consiste en cosas pequeñas, pocas veces aparece en cuestiones de importancia. Para tener fe hay que fiarse del Otro con mayúscula. No querer tener todo controlado por nosotros mismos. Hay cosas que queremos tener «amarradas» pero que no sea por falta de fe.

Hay gente que quiere tener todo «controlado» debido a una enfermedad. En ese caso que le vamos a hacer, pero hay también personas que amarran todo por falta de visión sobrenatural, porque no acaban de fiarse de nuestro Señor.

Dile: –Me fio de ti.
Quizá oímos en nuestro corazón aquello del salmo: deja tus preocupaciones en el Señor y el te sostendrá.

Es curioso como el oído y la lengua están conectados. Parece que no tiene mucho que ver el oído con la lengua… que se lo pregunten a los otorrinolaringólogos. Desde luego en la vida espiritual están conectados, porque sabemos que «no hay peor sordo que el que no quiere ver». Sucede que uno no escucha a Dios porque antes no ha querido verle.

Hace ya muchos años, un conocido literato español dejó escrito algo asombroso. Siendo adolescente se le ocurrió un día, al volver de comulgar abrir el evangelio al azar y poner el dedo sobre un pasaje. ¿Sabes cuál le salió? Te lo leo: «Id y predicad el Evangelio por todas partes».

Le produjo una profunda impresión, entendió que era como un mandato de que se entregara totalmente a Dios. Pero pensó algo así como: «si sólo tengo 15 años y, además, tengo novia. Demasiada casualidad, se dijo, ha sido todo muy rápido…»

Y decidió probar otra vez. Abrió la Escritura y leyó: «Ya os lo he dicho y no habéis atendido ¿por qué lo queréis oir otra vez?» (cfr. Carta de Miguel de Unamuno el 25 de marzo de 1898 a su amigo Jiménez Ilundain en Literatura del siglo XX y cristianismo. Charles Moëller, p. 71 y 72).

El pasaje que leyó Miguel de Unamuno era precisamente el del ciego de nacimiento al que curó el Señor. Y los fariseos se negaban a creer que había habido un milagro (cfr. Jn 9, 1ss).

Con este escritor dejó de creer, se declaraba agnóstico. Poco a poco fue perdiendo ese diálogo con el Señor. Y cuando uno va por el mundo sin Dios, va a ciegas. Sin embargo el ciego de nacimiento como se fió de Dios escuchó la voz de Jesús. Pues a este literato le ocurrió lo contrario: se quedó ciego con el pasaje que leyó.

Así poco a poco no solo se va perdiendo la vista sino también el gusto por las cosas de Dios, y va faltando el tacto para tratar a los demás. Una persona que funciona así, funciona por el contacto, acaba impactándose con algo o con alguien.

Sin visión sobrenatural, sin querer escuchar a Dios acaba uno desconcertado. Al principio quizás no, pero sucede cuando en la vida llegan acontecimientos duros que no no espera.

Sin visión sobrenatural la Iglesia parecería una asociación clerical a la que por desgracia tendríamos que estar unidos. Sin fe no se entiende nada. Nuestra vocación no tiene ningún sentido si no se ve a Dios detrás.

El ciego de nacimiento

La falta de fe de algunos, a veces, es un poco chocante. Eso se ve con claridad en el Capítulo 9 de san Juan. Aquí se nos cuenta la curación de ese ciego de nacimiento, del que venimos hablando.

Este milagro desconcertó y enfadó a algunos que no tenían fe en Jesús, porque lo había realizado en sábado, el día del descanso judío. Se creían seres tan superiores que había que pedirles permiso a ellos para hacer el bien. Es absurdo: un hecho bueno no puede provenir sino de Dios.

Pero aquellos hombre como no quieren creer en Jesús, tampoco ven la realidad de ese hecho prodigioso. Y por eso intentan buscar una explicación donde no la hay.

Primero le preguntan al que era ciego: ¿mo te ha curado? Y él les contesta: Me puso barro en los ojos me lavé y veo. Como siguen sin creer, entonces interrogan a sus padres, pero ellos no saben nada.

La solución la da Jesús cuando se encuentra con el ciego a solas. Le dice: –¿Crees en el Hijo del Hombre? Él contestó: –Y ¿quién es, Señor, para que crea en Él? Jesús le dijo: Lo estás viendo: el que te está hablando, ese es. Él dijo: –Creo, Señor.

Creyó en el Señor y empezó a ver lo que antes no veía. La realidad se le presentaba distinta, sin tinieblas.

Señor, danos esa luz, auméntanos la fe.

Jesús no sólo le dio la luz natural sino la sobrenatural. Empezó a caminar por el mundo como hijo de la luz (Ef 5,8), viendo las cosas con los ojos de la fe.
Podemos repetirle ahora, al Señor, las palabras del ciego cuando empezó a ver: Creo, Señor (Jn 9, 38).

La falta de fe es la peor ceguera, y lo peor que nos puede pasar en esta vida. No creer, no contar con Dios es un engaño. Lo que parece real no lo es.

A veces, la vida en esta tierra se ha comparado con una comedia en la que cada uno representa un papel. Y sucede, en el teatro o en el cine, que lo que allí se desarrolla no es real, aunque lo parezca.

El que actúa de rey, una vez acabada la función deja su corona, y se toma un bocadillo en un bar. Y lo mismo el que hace de mendigo, puede ganar millones por su actuación. Por eso, se compara nuestra vida con el arte dramático: detrás de las cámaras y de la tramoya está la realidad, pero no en el escenario, allí todo es apariencia.

Ya lo decía un conocido actor y escritor inglés: Todo el mundo es un escenario y todos los hombres y mujeres no son sino actores”. La gracia del asunto es que, mientras más real parece lo del escenario, más falso es.

Muchas veces, a nosotros nos pasa lo mismo en la vida diaria. Estamos tan metidos en las cosas, que tenemos un encuadre que no es real, que nos puede parecer definitivo, pero que no lo es porque no está Dios.

No te fijes en las apariencias nos dice el Señor por boca del profeta (1 Sam 16, 7).

La realidad de nuestra vida, de cada persona sólo la puede conocer Dios, que es el que mira las cosas fuera del tiempo. Y mira, no el papel que uno representa, sino que el Señor ve el corazón (Idem).

Es un hecho que nuestra vida la está viendo constantemente Dios. Nosotros no le vemos a Él porque está como escondido, pero nos ve y nos oye, como ahora desde la oscuridad del sagrario.

Cuando va al cine, está todo oscuro y nada parece real salvo la película que estás viendo. Todo lo de alrededor es como si fuera un gran vacío. Pero, justamente en esa oscuridad está la realidad, las personas de verdad. Allí, el mundo real está oscuro, parece que no existe. En cambio, el irreal, el que aparece en la película, parece el verdadero.

El Señor nos podría decir: en el cine ves y oyes a personas que no están allí. Pero Yo siempre estoy contigo aunque no me veas. Lo difícil no es creer esto, lo difícil es darse cuenta de que el Señor está siempre a nuestro lado. Ver las cosas como las ve Él. Por eso nos repite: No te fijes en las apariencias, porque lo verdadero es ver la realidad como la ve Él.

Que yo vea con tus ojos

Que yo vea con tus ojos... pedía san Josemaría. En eso consiste la luz de la fe. Con la fe tenemos la luz de Dios. Precisamente el Señor se encarnó para darnos esa visión sobrenatural.

Una visión que traspasa la oscuridad y que nos deja ver más allá de las apariencias. Nos deja verle a Él en las cosas que hacemos. Es entonces cuando todo adquiere sentido. Lo que da sentido a una película, a los actores, es precisamente el público que la está viendo. Sin el público todo aquello no sirve... Porque lo real, lo importante no es lo que yo piense, sino lo que piensa Dios sobre las cosas, las personas, los acontecimientos de mi vida.

¡Qué pena no tener fe!  Sin fe no ves el sentido de la vida. Lo mismo que la ceguera impide ver el relieve, los colores, un agnóstico, no sabe, ni ve lo fundamental.

Jesús da luz. A veces es un poco misterioso, pero te hace ver cosas, mejorar. Pasa como con la electricidad. De manera que uno no puede explicar cómo le das a un interruptor y se enciende una bombilla.

Jesús nos da una luz nueva que nos hace vivir de distinta manera, viendo la realidad de las cosas. Vivir así, bajo la luz de la fe nos llena alegría y optimismo.

María vio siempre la realidad con la luz de la fe. Cada día era distinto, aunque siempre representara el mismo papel: limpiar la casa, ir por agua, cocinar, colocar unas flores… Sabía que Dios estaba detrás de cada acontecimiento. Y aunque otros, en Israel, estaban ciegos y no se daban cuenta, ella veía.

Por eso corrigiendo al poeta, podemos decir:

Dale limosna, mujer
que no hay en la vida nada
como la pena de ser
ciego en España.

miércoles, 18 de marzo de 2020

EL SOÑADOR




Hasta en sueños

Leemos en el Evangelio de la Misa del día de hoy cómo san José recibió la voluntad de Dios mediante un sueño. Y sabemos por la Biblia que, al primero que llevó el nombre de José, sus hermanos le decían al verle: -¡Ahí viene el soñador! Quizá todo los que os llamáis así, de alguna forma, participáis de esa característica: sois personas valientes, audaces, soñadores.

Conocemos que el Papa Francisco tiene mucha devoción a san José, como gráficamente aparece en su escudo, que es como su logotipo. Por eso no fue casualidad que el inicio solemne de su pontificado fuese un 19 de marzo.

Es que Jorge Mario Bergoglio, con diecisiete años de edad, descubrió su vocación en la iglesia de san José de Buenos Aires. Por eso en el estudio personal del Papa, en la Residencia de Santa Marta, hay una imagen muy querida por él desde que era rector del Colegio Máximo: se trata de una imagen que representa a san José durmiendo. El Papa quiso llevársela cuando se trasladó a Italia desde Argentina. El valor simbólico de esta representación es grande. Hasta en sueños José recibe los mensajes de Dios. Al santo Patriarca se le pueden aplicar las palabras de la Escritura: Yo dormía, pero mi corazón estaba vigilante (Cant 5,2).

Francisco explicaba en uno de sus viajes: “Yo quiero mucho a San José, porqué es un hombre fuerte y de silencio. Y en mi escritorio tengo una imagen de San José durmiendo. ¡Y durmiendo cuida a la iglesia! ¡Sí! Lo puede hacer, lo sabemos. Y cuando tengo un problema, una dificultad yo escribo un papelito y lo pongo debajo de San José. ¡Para que lo sueñe! Esto significa: ¡para que rece por este problema!” (El 16 de enero 2015 a las familias reunidas en Manila)

José es el custodio fuerte y tierno de la Familia, el hombre, que recibe y guarda los misterios de Dios.  Por eso, José también es el padre y protector de la Iglesia y de todos los hombres y mujeres que la componemos.

También el Papa Benedicto le tiene gran cariño, entre otras cosas porque en la pila bautismal le pusieron de nombre Joseph. Precisamente el Cardenal Ratzinger contaba en una ocasión:  “Hace poco pude ver en casa de unos amigos una representación de san José que me ha hecho pensar mucho... Se ve una tienda de campaña abierta, y junto a la puerta un ángel...

Dentro, José, está durmiendo, pero vestido con la indumentaria de un peregrino, calzado con botas altas como se necesitan para una caminata difícil. Duerme José, ciertamente, pero a la vez está en disposición de oír la voz del ángel (Mt 2,13ss)...

Es la imagen de hombre que tiene el  corazón abierto para recibir lo que el Dios vivo y su ángel le comuniquen. Dios nos habla a cada uno y se nos muestra cercano.
           
Sin embargo, la mayoría de las veces nos hallamos invadidos por inquietudes, y deseos de todas clases. Nuestro interior está lleno, repleto de imágenes nuestra alma está cargada de cachivaches, y es como una muralla de cosas  que impide oír la voz suave del Dios”.


Nuestro Padre y Señor

José es el Padre de familia, que nos enseña a escuchar, a estar atento a lo que nos rodea. San Josemaría que lo quería mucho, aconsejaba: José era un gran cariño de Jesús. Procurad tener una devoción tierna, fina, cariñosa. A mí, me gusta llamarle: nuestro Padre y Señor.

José es nuestro Padre, y si se lo pedimos puede hacer que tratemos comprensivamente a los de nuestra Familia. En esta situación de confinamiento obligado, a consecuencia de la pandemia, puede ser que se multipliquen los roces con los que tenemos al lado... En China después de estar tanto tiempo en sus casas, dicen las estadísticas que han aumentado el número de divorcios...

Podemos dejarle a san José esos pequeños desencuentros familiares, para que él los  desdramatice y adormezca con su sueño. Y con el paso del tiempo se conviertan en anécdotas divertidas que nos recuerden estos días históricos, en los que hemos recibido la ayuda de Dios.

Pues sí, en los roces que tenemos al tratar con la personas cercanas no hay por qué ver sistemáticamente mala voluntad (tal y como nos inclinamos a hacer, con alguna frecuencia). Cuando surgen problemas entre dos personas, es frecuente que ambas se apresuren a hacer valoraciones morales la una de la otra. En realidad lo que hay de fondo no son sino malentendidos o dificultades de comunicación.

Debido a nuestras distintas formas de expresamos... y a lo que podríamos llamar nuestros filtros psicológicos, a veces percibimos equivocadamente las intenciones de los demás. Todos tenemos formas de ser distintas. Maneras de ver las cosas opuestas, distintas sensibilidades... Y éste es un hecho que hay que reconocer con realismo y aceptar con humor.

A algunos les encanta el orden y el menor síntoma de desorden crea en ellos inseguridad. Hay otros que en un ambiente excesivamente cuadriculado y ordenado se asfixian enseguida. Los amantes del orden se sienten personalmente agredidos por quienes van dejándolo todo en cualquier sitio. Por el contrario a la persona de temperamento artístico le agobia quien exige, siempre y en todo, un orden perfecto... Y enseguida echarnos mano de consideraciones morales, cuando no se trata más que de diferencias de carácter. Todos padecemos una fuerte tendencia a alabar lo que nos gusta y conviene a nuestro temperamento, y a criticar lo que no nos agrada.

Los ejemplos serían interminables. Y, si no se tiene esto en cuenta, nuestras familias correrán el riesgo de convertirse en permanentes campos de batalla: entre los defensores del orden y los de la libertad, entre los partidarios de la puntualidad y los de la flexibilidad, los amantes de la calma y los del tumulto, los madrugadores y los trasnochadores, los locuaces y los callados, y así sucesivamente.

De ahí la necesidad de aceptar a los demás como son, para comprender que su sensibilidad no es idéntica a la nuestra. Necesitamos ensanchar y domar nuestro corazón y nuestros pensamientos, en consideración hacia los que no piensan como nosotros.

Una tarea complicada que nos obliga a relativizar nuestra inteligencia, a hacernos pequeños y humildes; a saber renunciar a ese “orgullo de tener razón” que tan a menudo nos impide sintonizar con los otros.

Esta renuncia, que a veces significa morir a nosotros mismos, cuesta terriblemente. Pero no tenemos nada que perder... Es una suerte que nos contraríe la manera de ver las cosas de los demás, pues así tendremos ocasión de salir de nuestra estrechez de miras para abrimos.

A fin de cuentas, acabamos recibiendo más de aquellos con quienes no nos entendíamos en un principio, que de aquellos a los que nos unía cierta afinidad.

Porque si sólo tratamos a personas de nuestra misma sensibilidad, esos otros valores distintos a los nuestros, nunca nos haría descubrir nuevos horizontes...

Dios añadirá

En hebreo el nombre de José significa: Dios añadirá. Le viene muy bien este nombre a san José. Responde realmente a su vida. El Señor añadió a la suya, la de Jesús y la de María. Con ellos san José vivió con plenitud, siendo a la vez, su existencia, muy normal.

Su papel en los planes de Dios fue clave. El Señor pudo salvar a los hombres, en parte, por la vida ordinaria del padre de Jesús. Éste es el criado fiel y solícito a quien el Señor ha puesto al frente de su familia (Antífona entrada).
  
Dios añade siempre. No falla. Cuando hacemos lo que nos dice, la vida nos cambia, se hace plena y no echamos de menos nada. Pero, para eso, hay que hacer su voluntad.

Nos cuenta la primera lectura que Yavhé le dijo al rey David que, si le construía una casa digna de él, donde pudiera habitar, su dinastía duraría por siempre. Él constituirá una casa para mi Nombre, y yo consolidaré el trono de su realeza para siempre (Libro de Samuel 7,4-5: Primera lectura). Y así fue. David se lo creyó. Hizo posible la casa de Dios, el Templo, y el Señor cumplió su promesa: nació Jesús y esa dinastía durará por toda la eternidad, su linaje fue perpetuo (cfr. Sal 88: responsorial). Con Abraham pasó algo parecido. San Pablo, en su Carta a los Romanos, alaba su fe en Dios porque creyó contra toda esperanza. Y, efectivamente, el Señor cumplió también su promesa (cfr. Rm 4,13. 16-18. 22: Segunda lectura). Abraham, David y san José se lo creyeron, y Dios añadió: sacó adelante el pueblo de Israel, el Templo y la Sagrada Familia.

Es difícil de creer, así, a simple vista, que la redención se inició con la vida corriente de una familia, y en un sitio tan poco importante como Nazaret. San José era el cabeza de esa Familia. Su vida fue como la de tantos millones de hombres. Las mismas costumbres que sus vecinos, comerían lo mismo, hablarían de muchas cosas comunes, etc.

Trabajaba, como cualquiera, para sacar adelante a los suyos. Era un padre de familia como tantos otros. No vio los milagros que hizo Jesús. Tampoco supo de las muchedumbres que le seguirían. Sus evidencias para saber que Dios estaba salvando a la humanidad eran el ruido de un serrucho, el trabajo acabado y bien hecho, el orden en su taller, las preguntas que le hacía Jesús para saber cortar bien una pieza, o la voz de María diciéndoles que fueran a comer...

De Jesús escucharía que se portaba estupendamente, que era piadoso, amigo de sus amigos, servicial con todos, etc. San José estaba orgulloso de Jesús. No había nada de espectacular o de sobrenatural, en el sentido de que sucediera algo que diera de que hablar más allá del ambiente de Nazaret. Tampoco san José esperaba que ocurriera nada de eso.
Y, sin embargo, nunca dudó de la grandeza de su misión. Hizo lo que Dios le pidió, por eso el Señor añadió tanto.
  
Su vida fue plena. No se cambiaría por nadie. Estaba con Dios de la mañana a la noche y de la noche a la mañana. No se acostumbró nunca a tenerlo tan cerca. No se aburría con lo que hacía, aunque fuera siempre lo mismo. Estaba contento.

No echaba de menos nada, ni se le pasó por la cabeza otro tipo de vida. San José se repetiría muchas veces por dentro: ¡qué suerte tengo! Él, que es un pobre artesano, entrega su ser entero a dos amores: Jesús y María. Pone su vida al servicio de Jesús y de María. Les da su trabajo, el amor de su corazón y la ternura de sus cuidados. Les presta la fortaleza de sus brazos, todo lo que es y puede.

Señor, que podamos servirte (...) con un corazón puro como San José, que se entregó para servir a tu Hijo (cfr. Oración sobre las ofrendas). ¡Qué vida más plena la del Patriarca! ¡Cómo quiere a María! (cfr. Mt 1,16.18-21. 24ª: Evangelio de la Misa). Y ¡cómo obedece a Dios! ¡Hasta en sueños, o en mitad de la noche para irse a Egipto!
  
Llamaría la atención que San José estuviera triste casi siempre, quejoso enfadado o descontento con lo que le había tocado. ¡Qué raro sería que un cristiano se quejara de las exigencias de Dios! ¡O que las cosas del Señor o de sus servidores le molestasen! Tampoco tendría sentido que, teniendo a Jesús y a María, su felicidad dependiera de otras personas, de una buena comida, de un viaje, de los éxitos profesionales o apostólicos, del caso que le hagan, de la ropa que tiene o de si ha hecho o no deporte. Sería extraño que Dios no le añadiese nada y que, su felicidad dependiera de las circunstancias.

Debemos pedirle ayuda al santo Patriarca para vivir pendientes solo de Dios, santificando el trabajo y a los demás. Así es como se vive sereno. La santidad exige una lucha personal que no hace ruido y que cuesta sacrificio. A san José le costó hacer las cosas bien. Haría muchos sacrificios pequeños. Todos los días servía con ganas o sin ellas, con sueño o más descansado. Les dedicaría tiempo también a los del pueblo, tendría que soportar algún comentario de un cliente demasiado quisquilloso… Su día estaba lleno de pequeñas contrariedades que él aceptaba.

Hemos de pedirle ayuda para vivir así, como hacían los santos. Teresa de Jesús escribió sobre el Santo Patriarca: «No me acuerdo, hasta  ahora, haberle suplicado cosa que la haya dejado de hacer» (Libro de la vida, cap. VI).

Y la piedad de los cristianos se dirigen así: ¡José, a quien le fue concedido no sólo ver y oír al Dios, a quien muchos reyes quisieron ver y no vieron, oír y no oyeron, sino  también abrazarlo, vestirlo y custodiarlo! Ruega por nosotros, bienaventurado José".

Acudamos a José, dice san Josemaría; y, por él, a María; y, con los dos, a Jesús. Cogeos —¡bien cogidos!— de la mano de José y de María, y entonces veréis a Jesús.

viernes, 13 de marzo de 2020

DIOS SEDIENTO




El hombre está sediento

La primera idea que podemos considerar es que nosotros somos personas sedientas. Tenemos deseos de ser felices y es difícil que las cosas de esta tierra nos llenen completamente. Nuestro anhelo es de un amor infinito. Las personas jóvenes entienden perfectamente esta sed de una felicidad que dure siempre.

El Evangelio nos cuenta la historia de una mujer que se encontró con Jesús junto a un pozo, cuando ella iba a llenar su cántaro. No hay nada tan necesario para la vida que el poder beber. San Juan es el que relata ese pasaje y nos dice que Jesús le habló de un surtidor de agua que salta hasta la vida eterna (Jn, 4, 5-42: Evangelio de la Misa).

Ese surtidor viene a significar lo más profundo que puede salir del corazón del hombre. Explica que Dios nos ha creado con la capacidad de amar en esta vida y que ese amor nunca muere, sino que salta a la otra vida.

Por eso podemos pedir: Dame de ese Agua, que nace aquí en la tierra pero que no acaba aquí. Oculto en nuestro interior se encuentra ese pequeño manantial que procede de Dios (cfr. Rom 5, 1-2. 5-8: segunda lectura de la Misa).

El hombre es un ser sediento, que nunca se satisface con lo que tiene, igual que el Pueblo de Israel cuando peregrinaba por el desierto (cfr. Ex 17, 3-7: primera lectura de la Misa).

El que posee cosas de la tierra es como el que bebe y vuelve a tener sed: nada de esta vida satisface plenamente... Solo Dios puede llenar ese deseo insaciable, eterno. Por eso puede decir Teresa de Jesús: solo Dios basta. Porque en realidad nosotros estamos sedientos de un cariño que dure siempre. Y eso solo puede concederlo un Amor infinito que nos quiera también con un corazón humano: ese es Jesús.

Dios está sediento

La segunda idea es que Dios también es un Ser sediento de nuestro amor. Dios nos busca. Quiere hacer llegar su Amor a nosotros. Pero hay un obstáculo, el pecado. De lo que hagamos con el pecado dependerá nuestro encuentro con Él: en el Evangelio se nos relata uno.

Una mujer casualmentese encontró con Jesús y decidió rehacer su vida (cfr. Jn 4, 1-45). La historia tan conocida la podemos contar así: Jesús iba de camino y tenía que pasar por Samaria. Y se paró a las afueras de un pueblo, junto a un pozo.

El Señor, agotado del camino, estaba allí sentado. Eran más o menos las doce del medio día. Parece que está descansando, es cierto. Pero también a la espera, pacientemente: como ahora hace en el sagrario.

Llega una mujer a sacar agua. No fue casual. Los discípulos se fueron al pueblo a por comida y le dejaron sentado junto al brocal. Pero en realidad lo que Jesús quiere es encontrarse con esa persona.

Y llegó la samaritana a sacar agua. Va con sus preocupaciones, con el cántaro, pero también con sus asuntos en la cabeza. Igual que cada uno de nosotros, que vamos a la oración con nuestras cosas, es inevitable, son las del día, las que nos tienen ocupados.

Y Jesús le dice: Dame de beber, le habla de lo que ella tiene entre manos, nunca mejor dicho. Pues era la forma de entablar el diálogo... Jesús es la Verdad, no engaña con esa petición, estaría cansado y sediento... pero también lo hace por ella, sobre todo por ella. Porque tiene sed de su salvación. Y empieza por lo que a la samaritana le preocupa en ese momento.

Porque al Señor lo nuestro le interesa, pero de verdad, como le interesa a una persona sedienta el agua. Al decirnos a cada uno: Dame de beber, convierte nuestras cosas corrientes” en Suyas. Porque tiene verdadera sed de lo que nos preocupa. Lo nuestro es suyo: nuestras preocupaciones, nuestras alegrías y nuestras penas...

Como sus discípulos se habían ido al pueblo, están solos la mujer y Jesús. Igual nosotros. Cuando vamos a rezar, aunque haya más gente, estamos solos con Dios. Si queremos, se abre un canal de comunicación invisible entre Dios y cada uno.

Jesús toma la iniciativa como siempre, sin imponerse. Dame de beber, le dice. Y aquella mujer podría haberle ignorado... ¡Cuántas veces estamos en la oración pensando en otras cosas y sin darnos cuenta, ignorando a Jesús!

Pero la samaritana le contentó: ¿Cómo tú, siendo judío, me pides de beber a mí, que soy samaritana? (porque los judíos no se trataban con los samaritanos).

La mujer sabe que según las tradiciones, Jesús se contaminaría al usar un vaso que perteneciese a ella. Por eso le pregunta cómo puede darle de beber. Porque los samaritanos eran despreciados por los judíos (estaban muy mal considerados porque habían abandonado las tradiciones de Moisés).

Jesús le responde: Si conocieras el don de Dios, y quién es el que te dice dame de beber, le pedirías tú, y él te daría agua viva.

¡Si supiéramos quién está realmente en el sagrario...! Le pediríamos y Él nos daría lo que realmente necesitamos: vida interior, agua viva.

La mujer le dice: Señor, si no tienes cubo, y el pozo es hondo, ¿de dónde sacas el agua viva?, ¿eres tú más que nuestro padre Jacob, que nos dio este pozo, y de él bebieron él y sus hijos y sus ganados?

En nuestro caso podríamos decir: –Señor, ¿cómo puedes tú resolverme mis problemas estando en el sagrario? Yo necesito a alguien que me solucione un asunto de trabajo o que cure la enfermedad de un familiar, o que me devuelva la ilusión en mi proyecto...

Jesús contesta a la mujer: El que bebe de esta agua vuelve a tener sed; pero el que beba del agua que yo le daré nunca más tendrá sed...

Mira -parece que nos dice- cuando soluciones ese problema del trabajo, o recupere la salud esa persona o salga el proyecto que tienes en la cabeza, vendrán otras cosas, otros problemas, siempre habrá algo...

Dificultades y contratiempos siempre vamos a tener. Lo que nos interesa es encontrar a Dios en esas dificultades y contratiempos.

Señor -le dice ella- dame de esa agua: así no tendré más sed, ni tendré que venir aquí a sacarla.

La mujer lo tiene claro. Tú y yo tantas veces lo tenemos claro. Nos interesa tener el agua del Amor de Dios, que nos permite vivir cristianamente. Quiero a Jesús, quiero seguirle, quiero... Pero no somos capaces. Hay algo que nos frena.

El pecado

Entonces Jesús, destapa la realidad de aquella mujer y le dice: Anda, llama a tu marido y vuelve.

El único mal, el único obstáculo para vivir como Jesús nos propone es este: el pecado. Qué difícil es darse cuenta de esto. Por eso escribe san Josemaría: No olvides, hijo, que para ti en la tierra solo hay un mal, que habrás de temer, y evitar con la gracia divina: el pecado. (Camino n. 386).

Temer... ¿por qué temor? Porque sabemos lo que es y el auténtico mal para nosotros y los que nos rodean. El pecado es una elección de sí mismo contra Dios” (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 397).

A veces es difícil darse cuenta de que con nuestro comportamiento estamos yendo contra Dios. Y nuestro Enemigo intenta que pensemos que no hacemos mal a nadie con nuestro comportamiento. Por eso la mujer responde con sencillez: No tengo marido.

Jesús le dice: Tienes razón, que no tienes marido: has tenido ya cinco, y el de ahora no es tu marido. En eso has dicho la verdad.

En principio, el mero hecho de haber tenido múltiples maridos no es que fuese pecado. Podían haber muerto los cinco por causas varias: enfermedad, asesinados por bandoleros o en la guerra. El hecho es que el hombre con el que vivía ahora no era su marido. Se encontraba en una situación irregular, alejada de Dios. Tendría que esconderse de los vecinos, quizá por eso acude a buscar agua a una hora que no era la habitual. La mujer le dice: Señor, veo que tú eres un profeta.

Lo que es seguro, y esto es lo importante, es que Jesús le dijo todo sobre ella... El Señor era consciente de lo que lo le estaba pasando. Si hablamos con Él, si abrimos ese canal invisible” de la oración, sale nuestra verdad más intima y nos hace mejores. El trato sincero con Jesús a través de la oración nos ayuda a reconocer lo que somos... pecadores.

En un libro entrevista al Papa Francisco (El nombre de Dios es misericordia) el periodista le pregunta: Usted dijo durante una homilía en Santa Marta:’¡Pecadores sí, corruptos no!. ¿Qué diferencia hay entre pecado y corrupción?

Y Francisco responde: La corrupción es el pecado que, en lugar de ser reconocido como tal y de hacernos humildes, es elevado a sistema, se convierte en una costumbre mental, una manera de vivir. Ya no nos sentimos necesitados de perdón y de misericordia, sino que justificamos nuestros comportamientos y a nosotros mismos.

(...) El corrupto es aquel que peca y no se arrepiente, el que peca y finge ser cristiano, y con su doble vida escandaliza. El corrupto no conoce la humildad, no se considera necesitado de ayuda y lleva una doble vida. (...) El corrupto se cansa de pedir perdón y acaba por creer que no debe pedirlo más”.

Dios nos busca. Quiere hacernos felices. Quiere que abandonemos nuestra vida de pecado. Quizá no de grandes faltas, pero sí de mediocridad espiritual. Lo que el Apocalipsis llama tibieza: ni frío ni caliente (cfr. Ap 3, 16). Y nuestra responsabilidad consiste en conectar con Dios, para que Él haga el resto.

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