La primavera es una explosión de novedad en la naturaleza. Es un renacer. Por eso la primavera es una figura de la Resurrección de Cristo. Y en algunos sitios a este tiempo se le llama Pascua florida.
El Apocalipsis nos habla de un cielo nuevo y una tierra nueva que ha inaugurado el Señor y que se hará realidad (cfr. Segunda lectura: 21, 1s).
Efectivamente ya es primavera en toda la creación, el invierno del pecado ha sido vencido por el Sol.
Esto quiere decir que, con la Resurrección del Señor, la vida de todos los hombres se ha llenado de novedad.
Y los apóstoles fueron llamados a predicar todo esto (cfr. Primera lectura: Hch 9, 26s). Así lo hizo San Pablo: anunciar la alegre noticia de que Dios nos ama, hasta el extremo de morir por nosotros.
Con su venida, con su Pasión y su Resurrección Dios ha inaugurado un nuevo tiempo, en el que rige un mandamiento nuevo (cfr. Evangelio de la Misa: Jn 13, 31s).
Es cierto que todavía el egoísmo y el interés está mezclado con el amor y el servicio. El trigo y la cizaña crecen juntos en esta Primavera de la Tierra. Incluso están juntos en nuestro corazón.
A veces el mandato del Señor es difícil de cumplir, y puede parecernos imposible: amar a los demás –a todos– hasta el extremo de entregar la vida por ellos, como nos manda Jesús.
De alguna forma este mandamiento es imposible de cumplir con nuestras solas fuerzas: sólo podemos amar como Dios si Él no nos lo da.
En esta época del año hay fiestas folclóricas donde el vino es un elemento esencial, igual que el baile. Estas son dos realidades que se dan en países católicos, porque la ternura por las cosas de la tierra la ha traído el Señor con su resurrección.
Efectivamente habrá un cielo nuevo y una tierra nueva, donde se llenará de alegría la vida de los demás. Allí no habrá borracheras, que siempre son alienantes. Porque la nueva tierra es lo más opuesto al vómito asqueroso de un botellón.
En el nuevo cielo y en la nueva tierra estaremos rodeados de caras sonrientes. Aquello será como un estallido primaveral. Y para llegar allí hemos de «permanecer» en el Señor (cfr. Jn 15, 4s: Aleluya de la Misa).
Permanecer en el Señor consiste en no separarse de Él: hablarle, escucharle, pedirle perdón, recibirle…
¡Qué alegría tener a Dios! Y que sosos somos nosotros al hablar de Él.
¡Sonríe! Eres cristiano. La caras largas son patrimonio del frio infierno. Nuestro enemigo no sabe nada de la alegría de la entrega.
El amor nos hace tener el cuerpo vestido de flamenca. Y aunque llueva un poco ya es primavera hasta en el cielo inglés.