martes, 28 de enero de 2020

LA ALEGRÍA DE DAR






Jesús por dentro 

Jesús «levantando los ojos hacia sus discípulos» (6, 20). Cada una de las Bienaventuranzas nace de la mirada dirigida a los discípulos. De esa manera nos hace ver San Lucas a quien van destinadas. 

En los manuales de Historia de las religiones, o de Religiones comparadas, al tratar del Cristianismo lo resume todo en el «Sermón de la Montaña» porque allí figuran «la oración del Señor» y «las Bienaventuranzas». 

Así como «el Padrenuestro» es la oración de Jesús que todos los cristianos debemos recitar, «las Bienaventuranzas» reflejan la vida interior de Jesús, que debemos imitar sus discípulos. 

Jesús es el que se hace pobre, el humilde de corazón. Jesús es el que sufre, el perseguido a causa de la justicia… Y los cristianos serenos felices, bienaventurados, santos, si seguimos ese camino. 

«Las Bienaventuranzas» nos muestran también cómo es la Virgen, porque, como dicen los teólogos, son las características de la vida de un cristiano. Y Ella fue la mejor de los discípulos del Señor. Por eso, no es exagerado afirmar que Jesús estaría pensando en su Madre al predicarlas. 

Las felicidades 

«Bienaventurados los pobres de espíritu porque de ellos es el Reino de los cielos» (Mt 5, 3). Así comienza Jesús a hablar de sus discípulos, de la Virgen y de cada uno. ¿Por qué empieza así? María era feliz porque poseía el Reino de los cielos. Y el Reino de los cielos lo tuvo gracias a su pobreza de espíritu. María era pobre materialmente hablando. Pero también por dentro. 

Así han sido los santos. En el año del 150º aniversario de la marcha al cielo del Santo Cura de Ars, el Papa Benedicto dijo de él que «a pesar de manejar mucho dinero», porque mucha gente se lo daba para sus obras de caridad, «era rico para dar a los otros y era pobre para sí mismo». Y explicaba el Cura de Ars: «Mi secreto es simple, dar todo y no conservar nada». Y al final de su vida pudo decir con absoluta serenidad: «No tengo nada». 

El Cura de Ars siguió, como todos los santos, hasta el final, el consejo de Jesús: «Bienaventurados los pobres de espíritu porque de ellos es el Reino de los cielos». Pero, también, con esta Bienaventuranza, el Señor describe nuestra situación personal. Estamos necesitados de afecto, de cariño, de dinero, de ropa. 

Las Bienaventuranzas son una paradoja. Con ellas Jesús da la vuelta a lo que la gente piensa habitualmente, y lo que parece malo pasa a ser bueno. Se invierten los criterios del mundo cuando se ven las cosas como las ve Dios. 

Dar 

La Virgen era pobre pero no porque no hubiera tenido, sino porque todo lo que había recibido lo entregó Dios. Hubiera sido rica por su inteligencia, su juventud, su elegancia. Estos son los criterios del mundo. Pero eligió entregarse a Dios, y ella quedarse sin nada. Quiso devolver a Dios todas sus buenas cualidades. Decidió entregar su cuerpo y su alma a Dios, convencida de que nadie la llamaría madre. Pero se equivocó, porque ha sido la mujer en la historia de la humanidad que más la han llamado así: madre. Es un consuelo saber que los santos se equivocan: porque a Dios no le podemos ganar en generosidad. Felices los que se entregan a Dios, porque el Señor los hará ricos. 

Los pobres no tienen dinero para comprarse muchas cosas en las rebajas. Y a veces no encuentran el afecto que buscan en los demás. Son pobres porque no tienen quienes les comprendan, como también te puede ocurrir a ti. Precisamente con esta Bienaventuranza, el Señor se refería a nosotros. 

Y nos sirve pensar que la Virgen no era pobre porque no tuviera, sino porque lo poco que tuvo, todo, lo entregó a Dios. Por eso fue dichosa. El Señor siempre hace lo mismo: cuando quiere hacernos un regalo importante, primero nos pide lo poco que tenemos, la calderilla. 

Se ha dicho que «un santo es un avaricioso que va llenándose de Dios, a fuerza de vaciarse de sí». «Un santo es un pobre que hace su fortuna desvalijando las arcas de Dios». «Un santo es un débil que se amuralla en Dios y en Él construye su fortaleza». 



jueves, 23 de enero de 2020

EL BOTÓN DE LA LUZ




 De cooperativa de pesca a multinacional

Una luz aparece en el sitio que parece menos indicado, Galilea de los gentiles. Lo que nos hace pensar que no son los puritanos cumplidores los que mejor entienden a Dios.

Había profetizado Isaías: «El pueblo que habitaba en tinieblas vio una luz grande; a los que habitaban en tierra y sombras de muerte, una luz les brilló» (Is 9,1-2). Como escribió San Mateo (4,16), esta profecía se cumplió en Jesús.

La humanidad caminó en tinieblas hasta que la luz brilló en la tierra. Ese lucero se trasladó a la pequeña ciudad de Nazaret iluminando la vida de sus paisanos.

Y en ese tiempo Jesús llamó a unos hombres sencillos de Galilea y dio sentido a sus vidas. La mayoría eran pescadores con un horizonte vital bastante gris, sin ningún relieve. Su vida iba a ser el negocio de la pesca. Sus temas de conversación, si picaban o no picaban los peces... O, como mucho, la última tempestad en el lago.

Sin embargo, la Luz llegó a ellos y salieron de la penumbra de una existencia sin relieve. Su vida cambió y, a la vez, recibieron el encargo de iluminar el mundo. Y gracias a ellos esta Luz nos ha llegado a nosotros.

Es una historia que ocurrió hace 21 siglos, pero que ha seguido ocurriendo a lo largo de todos estos años y que sigue ocurriendo ahora. El Señor te ha llamado a ser Luz. Y quizá tú quieres entregarte al Señor cuando seas hueso y pellejo, pero no ahora en plena juventud. Pero Jesús eligió a gente joven para que llevaran la Luz del Evangelio por todo el mundo.

Podrías pensar: San Pedro no era un crío precisamente... Y es cierto, al menos por fuera: de hecho ya se había casado (tenía suegra) y, probablemente, había enviudado. Pero interiormente sí era joven: si no, no se habría decidido a dejar la barca y a seguir a Cristo. El Señor quiere contar con la generosidad de unos pocos. Siempre han sido unos pocos los que en tiempos de crisis han llenado de Luz al mundo.

Y nosotros no podemos mirar a nuestro alrededor y decir: ¿dónde están y quiénes son esos pocos? Por mucho que miremos no vamos a encontrar a mucha gente... Somos nosotros. Pocos, sí.

Quiere Jesús contar con cada uno de nosotros para llevar la Luz al mundo. Y esta idea choca quizá con lo que teníamos pensado para nuestra vida. Se puede llevar una vida tranquila y confortable, pero la vida cómoda no hace feliz. Decía San Josemaría: «Lo que se necesita para conseguir la felicidad, no es una vida cómoda, sino un corazón enamorado» (Surco, 795).

¿Cuáles son las ilusiones de tu vida? Casarte y, si puede ser, en un lugar chic, vivir en una calle céntrica, tener trabajo los dos aquí, en la misma ciudad, llevar a tus hijos al mejor colegio..., y sólo eso. Pequeño gran burgués. Esto es ocultar el farol bajo la cama de matrimonio. Ser luz en toda circunstancia implica acercarnos a Jesús. El que da sentido a nuestra vida no puede ser otro que Jesucristo.

Historia de señales luminosas

Ahora se entienden mejor las palabras del salmo: – «El Señor es mi luz y mi salvación ¿a quién temeré?» (Sal 26). Nos guía en nuestro camino a través de las tinieblas. También ahora desde el sagrario, el Señor es un faro que da Luz y sentido a toda nuestra vida: a la monotonía de nuestro trabajo y de nuestra vida de familia, que es siempre lo mismo.

Nosotros, si acudimos al sagrario para pedir ayuda, encontramos Luz para nosotros y además podemos iluminar la vida de los demás: gracias a ella estaremos serenos, optimistas, simpáticos, y pensaremos en positivo. Seremos un verdadero faro para los demás.

Dos acorazados, dos buques de guerra norteamericanos del siglo pasado, habían estado de maniobras en el mar con tempestad durante varios días. La visibilidad era pobre; había niebla, de modo que el capitán de uno de los acorazados permanecía sobre el puente supervisando todas las actividades. Poco después de que oscureciera, el vigía que estaba en el extremo del puente informó: 
Luz a estribor.

Y el capitán preguntó: –¿Viene con rumbo directo o se desvía hacia popa? El vigía respondió: –Directo, capitán. Esto significaba que iban directo a una colisión con aquel buque.
El capitán llamó al encargado de emitir señales luminosas de comunicación: Envía este mensaje: Estamos a punto de chocar; aconsejamos que ustedes cambien 20 grados su rumbo.
Y llegó la respuesta: Aconsejamos que sean ustedes los que cambien 20 grados su rumbo.
Mal estaba la cosa, y el capitán un poco enfadado dijo al encargado de emitir las señales: Contéstele: Soy capitán, cambie su rumbo 20 grados.

Respondieron desde el otro lado: Soy marinero de segunda clase. Mejor cambie su rumbo 20 grados.
El capitán estaba ya hecho una furia: Conteste: Soy un acorazado. Cambie su rumbo 20 grados.
La linterna del interlocutor envió su último mensaje: –Yo soy un faro. Y el acorazado, claro está, cambió su rumbo.
   
Efectivamente Dios ha querido que el cristiano sea en nuestro mundo un punto de referencia. Un faro que indique dónde está la Luz para que los demás no se pierdan cuando llegue la noche o una borrasca. Para eso estamos en la tierra los cristianos. Aunque personalmente seamos peores que los demás, marineros de segunda. Pero estamos para señalar el camino.

Apretar un botón

Nuestro Señor nos ha dicho claramente y nos lo dice ahora: «vosotros sois la luz del mundo» (Mt 5,14). Y, nos podemos preguntar, ¿cómo hacer para encender el faro, cómo para encender la luz?

Vivimos en la civilización del botón, del triunfo del interruptor: con sólo apretar una tecla se pone casi todo en funcionamiento. Si aprietas un botón puedes conseguir casi todo: una coca-cola, una hamburguesa o una fotocopia.

Con sólo darle a una tecla envías un e-mail o borras un archivo, puedes mandar una foto o matar un marciano. Podemos decir que el botón está en nuestra esencia: todo hombre tiene siempre una tecla que apretar.

Pues el botón para dar Luz a los demás es dedicar tiempo a Dios. Hacer oración y perseverar en ella. Pero, puedes pensar, ¿cómo voy yo a iluminar con sólo cinco minutos de oración? Si te fijas en una bombilla apagada, no ves nada dentro, excepto un trocito bastante pequeño de filamento. Pero una vez encendida la bombilla, ese trozo de hilo sí que da luz, porque la electricidad lo transforma en una masa incandescente.

Eso hace Dios con nuestros minutillos de oración, Él los enciende. La experiencia de la vida de los santos nos lo demuestra: los que más han intentado estar cerca de Dios son los que más hacen felices a los demás.

La oración nos hace ser mejores y nos convierte en el faro en medio del mundo porque nos acerca a Jesucristo. La oración hará mejores también a los que nos rodean.



La Virgen, Madre de Dios, dio a luz a la Luz. Que Ella nos ayude a recibirla en la Comunión y a llevar la alegría a los demás.

sábado, 18 de enero de 2020

EL CORDERO




La tarjeta de presentación

Juan el Bautista, estando en la orilla del Jordán, vio a Jesús y dijo de él: «Éste es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo» (Jn 1,29). Ésta es la tarjeta de presentación del Señor.

Aunque a nosotros nos resulta familiar esta expresión, porque la utilizamos en Misa, quizá te puede parecer extraño que San Juan Bautista llame a Jesús «Cordero». Pero en cambio los judíos entendían perfectamente a qué se refería y, estas palabras del Bautista impactaron mucho en los que estaban allí. En tiempo de Pascua sacrificaban cada año un cordero, en recuerdo de que con la sangre de este animal fueron librados de la muerte y de la esclavitud en Egipto. El Señor murió precisamente en la Pascua, y con su muerte nos amó hasta el fin. Con su sangre, nos libró de la esclavitud del pecado.
  
Si te paras a pensarlo, el pecado es la única cosa que hemos inventado los hombres. Cuentan que una niña pequeña que tenía muy mal genio, cogió una rabieta monumental: le tiró del pelo a su hermana y le escupió en la cara. Su mamá, que lo disculpaba todo, dijo que era el demonio quien había hecho todo eso. Pero la niña más sensata dijo: –Puede ser que me sugiriera tirarle del pelo, pero lo de escupirle fue idea mía.

Nosotros podemos decir lo mismo: el diablo nos enseñó a pecar, pero luego hemos aprendido nosotros solos... y muy bien por cierto. De hecho cometemos pecados todos los días. Por eso necesitamos al Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo. Jesús es el Cordero que vino a perdonar. La misericordia es el arma secreta de Dios para salvarnos. Por su misericordia conocemos el amor que Dios nos tiene. Los pecadores estaban a gusto con Jesús, por eso muchos cambiaron. Y le siguieron con valentía, como la Magdalena o el mismo San Pedro despu
és que le negó tres veces.

El Señor tambi
én se ha quedado con nosotros para perdonarnos. Los santos han sido personas que han tenido esto muy claro. San Josemaría, por ejemplo, se confesaba dos o tres veces por semana durante algunas temporadas, porque así experimentaba el amor de Dios, y eso le impulsaba a ser mejor. La confesión es el mejor remedio para alejar la tibieza, el desamor. Es bueno que acudamos a este sacramento aunque sea por cosas pequeñas, porque eso nos ayuda a querer más al Señor.
  
María Magdalena y San Pedro llegaron a ser íntimos amigos de Dios por las veces que le pidieron perdón. Se equivocarían mucho y otras tantas el Señor les perdonó. –Señor, concede la gracia de nunca ofenderte. O de no cometer sino «faltas que no te ofendan», que no te causen pena, sino que sólo sirvan para humillarme y fortalecer mi amor.

En nuestra vida hacemos cosas malas y buenas. Hay cosas que hacemos y dejan huella, y otras que no. Si uno tira una piedra a una piscina, se forman unas ondas que al poco tiempo desaparecen y todo queda como antes, parece que no ha ocurrido nada. Si, en cambio, tiramos un aceite sobre una alfombra, no pasa lo mismo; el aceite deja una mancha que habr
á que lavar, y vete tú a saber si eso se quita.

Un pecado no es como tirar una piedra a una piscina, sino como la mancha aceite, eso deja huella. El pecado deja una mancha en nuestras almas que deja de ser la misma de antes. Y, cuando Dios nos perdona, esa mancha desaparece.

El fruto de la confesión es descubrir la verdad de nosotros mismos, vemos las cosas como son en realidad. Todo se hace más real y aut
éntico. Además, la confesión es el mejor remedio para alejar la pereza, el egoísmo, la envidia, la sensualidad. Pensemos ahora si acudimos a este sacramento siempre que nos haga falta como un medio eficaz para vencer nuestros defectos.

No solo perdona

Cada vez que nos confesamos le pedimos al Señor: –¡dame fuerzas para luchar! Y
Él nos las da porque quiere ayudarnos. Por eso, la persona que se confiesa con frecuencia, aunque siempre tenga los mismos pecados, los controla de alguna manera, no deja que crezcan. Quien no se confiesa, acaba siendo esclavo de sus pecados, ellos le dominan.

–Oiga, (preguntaba una adolescente a un sacerdote mayor) ¿porqu
é siempre me dice que no tarde mucho en volver a confesarme? Y el cura, entrado en años y en experiencia, le responde: Muy fácil, si un reloj no tiene pila se para, y no sirve para dar la hora. Así le ocurre al cristiano, sin la ayuda de Dios no es feliz, ni ayuda a los demás. Sin los sacramentos nos ponemos mustios. La chica responde: –No, si tiene razón, pero a veces pienso que para qué molestarle por tonterías. Cuando tenga un buen saco de pecados entonces vengo. –Entonces, (siguió diciendo el cura) dile a tu madre que sólo te de de comer cuando tengas mucha hambre… una vez al mes, si aguantas claro.

La confesión frecuente nos hace mucho bien, aunque pensemos que no tenemos suficientes pecados, que son siempre los mismos o que son una tontería. Precisamente queremos pedir perdón al Señor porque nos duelen. Y no queremos que se repitan más. Porque, cuando hay amor, las pequeñas ofensas hacen daño. Pero somos humanos.

A veces pasa que las madres, por curiosidad le preguntan a sus hijos de qu
é se han confesado. Y lo hijos normalmente no le responden. Pero hubo un chaval que si le respondió y le dijo: –Yo siempre me confieso de lo mismo, de que tiro barro a los autobuses y de que no creo en el Espíritu Santo.
Pues a este niño, aunque diga siempre lo mismo, Dios le ayuda más, le da más gracia que a otros que se confiesan menos. –Señor, que venzamos la vergüenza de pedirte perdón en cosas repetidas.

Hablábamos al principio de San Pedro. No era un hombre perfecto. Fíjate, Jesús, en una ocasión le llamó Satanás (
«apártate de mí, Satanás» Mt 16,23). Traicionó al Señor tres veces en público, discutió con los demás Apóstoles para ver quién iba a ser el mayor en el Reino de los cielos.

Cometió pecados, grandes y pequeños, pero seguro que estaba acostumbrado a pedir perdón al Señor, por eso no es extraño que despu
és de negarle tres veces saliera fuera y llorara desconsolado por lo que había hecho. Y la gracia de Dios le llegaba con frecuencia por eso cambió y fue Santo.

San Juan y Santiago tambi
én recibieron la gracia del perdón, y eso les cambió hasta el carácter. Al principio de estar con Jesús se enfadaban y pedían que cayera fuego sobre los pueblos que no querían acogerlos, y el Señor les tenía que corregir. Santiago murió mártir, por amor a Dios, y San Juan, con el pasar de los años y la acción de la gracia, llegó a escribir cosas maravillosas sobre el amor a los demás. Te leo una: «queridos hermanos, amémonos unos a otros, ya que el amor es de Dios» (1 Jn 4,7). Y qué me dices de San Pablo. Dice la Escritura que mientras mataban a san Esteban a pedradas, que fue el primer mártir, san Pablo estaba allí de pie viendo todo y aprobando lo que estaban haciendo. Pero la gracia de Dios fue más fuerte que sus pecados y por eso es Santo. Con Dios, todos pudieron. –Señor, levanta el peso de mis pecados, igual que levantaste la cruz por mi.

Más alegría por 99 faltas

Por algo dijo el Señor que hay más alegría en el cielo por un pecador que se convierte que por 99 santos. Menos mal, porque nosotros estamos muy lejos de la santidad. Y tenemos la capacidad de alegrar a Dios, cada vez que nos convertimos.

En el cielo hay más alegría por 99 cosas que hacemos mal y nos arrepentimos, que por una cosa que hemos hecho bien.

Jesús sufrió mucho con Judas. Estuvo el mismo tiempo con el Señor que los demás, y sin embargo terminó mal. Robaba de la bolsa pero no pedía perdón. Se fue haciendo duro. Jesús lo intentó hasta el último momento, pero él no quiso. Si hubiera ido a la Virgen a contarle todo...

sábado, 11 de enero de 2020

EL AGUA


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Desde el principio tenía que quedar claro

Al empezar su vida pública, Jesús empieza a pedir perdón a su Padre en nombre de toda la Humanidad, y lo hace yendo a recibir el bautismo de penitencia.

La vida del Señor no tiene sentido si no está en relación con el pedir perdón. Por eso si algunos negasen la existencia del pecado no le encontrarían sentido al sacrificio que Jesús aceptó. No encontrarían sentido a toda la vida del Señor.

Precisamente esa es la tarjeta de presentación que empleó Juan cuando quiso presentar a Jesús a los que le seguían. Juan, cuando presenta a Jesús, dice a sus discípulos: «Este es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo» (Jn 1,29).

La sangre del Cordero

Jesús es el Cordero que moriría por Pascua. Juan acertó, la sangre de Jesús –el Cordero pascual– iba a ser la que lavara los pecados del mundo.

Jesús, en una ocasión preguntó a dos, que también había sido discípulos de Juan: «¿Podéis beber el cáliz que yo he de beber, y ser bautizado con el bautismo con el que yo he de ser bautizado?»( Mc 10, 38). Jesús se refería a su muerte en la cruz como un bautismo de sangre con el que nos iba a salvar.

Como Juan el Bautista

También nosotros podemos no entender los planes de Dios, que parece que quiere humillarse ante el mundo. Quizá nos escandalizamos de las humillaciones que recibe la Iglesia de Cristo.

Quizá nos desconcierta que los buenos ocupen el lugar de los pecadores. Por favor, meditemos el Bautismo del Señor. Todo eso forma parte de un plan. Los mejores miembros de la Iglesia de Cristo llevarán los pecados de sus hermanos. Así se salvarán.

«Por el momento hemos de actuar con toda justicia» y aceptar su voluntad, llena de sabiduría y misericordia. Ya vendrá, después la resurrección.

Y después de ser bautizado por Juan, también  Jesús es  ungido por el Espíritu Santo.

Jesús es el Ungido

Cuando Jesús «sale del agua» (cfr. Mc 1,10-11) se oyen las palabras de satisfacción de Dios Padre, que ante la obediencia de Jesús exclama: «Tú eres mi Hijo, el amado, en ti me he complacido».

Y una paloma reposa sobre Él. Es en este momento en el que como Hombre recibe la «unción» reservada a los sacerdotes y a los reyes de Israel (cf. Benedicto XVI, Jesús de Nazaret, pp. 49-50).

Pero Jesús no es ungido con aceite, sino con el Espíritu Santo, que  en ese momento aparece en forma de una criatura pacífica. Jesús recibe la unción del Espíritu Santo en el momento del Bautismo, por eso es el Ungido, el Cristo, que habían esperado las personas piadosas de Israel.

Hijos De Dios

En la vida del Señor, el Bautismo es un momento de especial trascendencia. El cielo se rasga para manifestar la personalidad del Hijo de Dios. En el Bautismo aparece toda la Trinidad desvelando el misterio más grande de nuestra fe.

También nuestro bautismo tiene mucha importancia. Entramos a formas parte de la vida intima de la Trinidad. En la sangre de Cristo somos lavados, con el Espíritu Santo somos ungidos, y en ese momento somos adoptados por el Padre, que nos reconoce como hijos suyos.

La primera misión

Jesús recibe en el Bautismo la unción del Espíritu Santo, con la que se le concede la dignidad de Rey y de sacerdote en Israel. Desde aquel momento recibe una misión peculiar, es el Mesías, el Ungido de Dios.

Para sorpresa nuestra, la primera indicación que se le da es que vaya al desierto «para ser tentado por el diablo» (Mt, 4, 1). Jesús tiene que superar allí una gran prueba, y para prepararse reza. Es precisamente en el recogimiento de la oración donde recibe las armas para luchar interiormente, y ser capaz de no desviarse de su misión.

Jesús tiene que reinar, pero no a través del poder, sino por medio de la humillación de la cruz. La peor de las tentaciones es la del poder: mediante

Y como Sacerdote debía realizar el sacrifico en su propio cuerpo. Jesús ora y se mortifica para no desviarse de su camino de Rey crucificado. Satanás le presentará las glorias de los triunfos humanos, pero Él las rechazó, porque les desviaría de su misión: salvar a las almas con su bautismo de sangre y con su resurrección.

Al ver tantos fracasos en la vida de los buenos cristianos podemos rebelarnos, sentir que son los fieles a Jesucristo los que tendrían que tomar el poder, y ser premiados en esta vida. Pero la mayoría de las veces no es así. No hay que intranquilizarse si la verdad salga mal parada algunas veces.

Tenemos que ser bautizados con la misma sangre de Cristo, beber de su cáliz. Ya vendrá la resurrección de las almas. Pero no el poder y la gloria humana.



FORO DE HOMILÍAS

Homilías breves predicables organizadas por tiempo litúrgico, temas, etc.... Muchas se encuentran ampliadas en el Foro de Meditaciones