viernes, 10 de abril de 2020

LA HORA DE LA FE





Es el silencio Dios 

La Pascua celebraba el paso de la esclavitud de Egipto a la liberación. Por la de la sangre del cordero pascual, que los israelitas tenían que sacrificar, serían protegidos por Dios. Y así sucedió de nuevo, tal y como estaba profetizado. El Señor que muere en la soledad, como un malhechor: es el Cordero que quita los pecados del mundo. Dios –en Cristo– murió en aquella tarde de viernes Santo. Y fue enterrado en un sepulcro.

El silencio de Dios, que  ha adquirido en nuestra época una actualidad aplastante.Actualidad: porque eso precisamente nuestro tiempo el día de la ocultación de Dios. Una  pesada piedra cubriría al difunto. Lo ocultaba a los ojos de las personas que le querían.

¡Cómo emocionaba a San Josemaría esa escena! : quería tener al Señor en su pecho, y que descansara en él, porque muchos le habían abandonad. En aquella hora todo había pasado. Ningún Dios había salvado a este Jesús que se decía Hijo suyo.

Yo subiré con ellos al pie de la Cruz, me apretaré al Cuerpo frío, cadáver de Cristo, con el fuego de mi amor..., lo desclavaré con mis desagravios y mortificaciones..., lo envolveré con el lienzo nuevo de mi vida limpia, y lo enterraré en mi pecho de roca viva, de donde nadie me lo podrá arrancar, ¡y ahí, Señor, descansad!
Cuando todo el mundo os abandone y desprecie..., "serviam!", os serviré, Señor.
   
Pero la fe en Aquel hombre parecía haber sido desenmascarada como si se hubiera tratado de un fanatismo religios. Los prudentes que dudaron en su interior habían tenido razón. La muerte de Jesús había dado la razón a los que no tenían fe, a los querían permanecer neutrales. Esto es lo que parece que sucede en actualmente.

Aquél tiempo se parece mucho al nuestro. Por eso se pregunta el Papa Benedicto: 
 « ¿No comienza nuestro siglo a ser ... el día de la ausencia de Dios, en el que hasta los discípulos tienen un vacío helador en el corazón que se hace cada vez más grande.Y por ese motivo se disponen, llenos de vergüenza, a volver a casa. Y se encaminan a escondidas y destruidos en su desesperación hacia Emaús.
No dándose cuenta en absoluto de que aquel que creían muerto estaba en medio de ellos?

Ahora también el Señor camina entre nosotros  y nos ayuda a descubrir el por qué de las situaciones que nos desconciertan.Dirá San Josemaría: Iban aquellos dos discípulos hacia Emaús. Su paso era normal, como el de tantos otros que transitaban por aquel paraje. Y allí, con naturalidad, se les aparece Jesús, y anda con ellos, con una conversación que disminuye la fatiga.

Efectivamente la oración, la conversación con el Señor nos desahoga. Y si dejamos escuchar a Dios se nos abrirá la inteligencia.Y veremos los sucesos con fe, tal y como son en realidad.
Me imagino la escena, ya bien entrada la tarde. Sopla una brisa suave. Alrededor, campos sembrados de trigo ya crecido, y los olivos viejos, con las ramas plateadas por la luz tibia.
Jesús, en el camino. ¡Señor, qué grande eres siempre! Pero me conmueves cuando te allanas a seguirnos, a buscarnos, en nuestro ajetreo diario.
Encontrar a Dios en lo ordinario. Así hacían los santos. Como contrasta esa fe, con la incredulidad práctica de tanta gente, que piensa que Dios ya no da señales de vida.

Enterramos a Dios

«Dios ha muerto y nosotros lo hemos matado», decía el filosofo alemán. Quizá este filósofo despistado no se daba cuenta de que esta frase estaba tomada –casi al pie de la letra– de la tradición cristiana.Y que nosotros la repetimos a  menudo en el Vía crucis. Lo hemos repetido sin darnos cuenta de la gravedad de lo que  decíamos: Dios ha muerto y nosotros lo hemos matado.

Es conocida la anécdota de un congreso de teología, en la España de la segunda mitad del siglo pasado. El congreso se trató sobre «la muerte de Dios».Y después de hablar largo y tendido sobre el tema, una persona se levanto para intervenir, y dijo:
–Es cierto que constatamos que Dios ha muerto. Pero la pregunta sería ahora: ¿qué hacemos con el cadáver?

Pues el Papa Benedicto responde a esa cuestión. Diciendo que no es solo que Dios haya muerto. En cierto modo parece que también nosotros que lo hemos enterrado. Lo sepultamos cada vez que lo metemos en la concha rancia de nuestra rutina. Cuando nuestra piedad consiste en monótonas frases sin mucho contenido, que carecen de vida  y huelen a flores de sepultura. Por eso este siglo se convierte cada vez más en el tiempo del silencio de Dios.

Y el silencio de Dios en este siglo nos habla también de la poca fe de los creyentes, y de la caridad que se enfría en estos tiempos. Pero también ese silencio tiene su razón de ser: Dios no se manifiesta para que crezca nuestra fe.

En la barca de Pedro

Es cierto que la muerte de Dios –en Jesucristo– aunque es el misterio más oscuro del cristianismo, también puede convertirse en el mayor incentivo para nuestra fe. Además sólo a través de este silencio de Dios podemos comprender perfectamente quien es Jesús y en qué consiste su mensaje. Porque a veces los hombres nos hemos hecho una falsa idea de Dios. La imagen que a veces nos  formamos de Dios, en la que muchas veces tratamos de  encerrarlo debe ser destruida. Y con la muerte de Jesús murió también una falsa idea de Dios. Necesitamos el silencio de Dios para experimentar su grandeza y nuestra impotencia.

Hay una escena del evangelio que es como una anticipación de todo lo que venimos hablando. Le encantaba a San Josemaría, y viene a resumir los últimos años de su vida. Y que el Papa Francisco recordó en una plaza de San Pedro desierta, pidiendo al Señor para que cesara la pandemia.

Esta escena anticipa de  alguna forma el actual momento histórico que nos ha tocado vivir a nosotros. Jesús duerme en la barca de Pedro. Y la barca envestida por la tempestad, parece naufragar. La barca de Dios parece naufragar. Dios duerme mientras sus cosas parecen naufragar. Quizás es esta la experiencia de nuestra vida.

La iglesia se asemeja a una pequeña barca que lucha inútilmente contra las olas y el viento, mientras Dios parece estar ausente. Así la describía san Josemaría en sus últimas cartas. Y con esa pesadumbre vivió sus bodas de oro sacerdotales.

Los discípulos, en aquella ocasión se pusieron nerviosos y agitaron al señor para que despertase. Y Jesús se mostró sorprendido y les reprochó su poca fe. Quizás nuestro caso tenemos poca fe.

Ha escrito San Josemaría: Hijos míos, ¡ocurren tantas cosas en la tierra...!
Os podría contar de penas, de sufrimientos, de malos tratos, de martirios –no le quito ni una letra–, del heroísmo de muchas almas.
Ante nuestros ojos, en nuestra inteligencia brota a veces la impresión de que Jesús duerme, de que no nos oye.

Cuando la tempestad pase nos daremos cuenta de que nuestra poca fe estaba llena de insensatez. –Y ahora, Señor no podemos hacer otra cosa que zarandearte, moverte,  porque estás en silencio y duermes. Y te gritamos: despierta, ¿no ves que naufragamos? Despierta, Señor, no dejes que dure eternamente la oscuridad, deja caer un rayo de Pascua también sobre nuestros días. Danos tu ayuda porque sin ti naufragaremos.

Decía San Josemaría: «Cuando la fe flojea, el hombre tiende a figurarse a Dios como si estuviera lejano. Señor, concédenos la ingenuidad de espíritu, la mirada limpia, la cabeza clara, que permiten entenderte cuando vienes sin ningún signo exterior de tu gloria.

Sin ningún signo de gloria, así vemos al Señor todos los días, y así lo veía la Virgen, con familiaridad, y sin cosas extraordinarias. Pidámosle a la Virgen que nos alcance más fe, porque el Señor se oculta. Fe en el Amor que Dios nos tiene, porque el Paso del Señor en nuestra vida, la Pascua, exige de nosotros que confiemos. Fe,  y veremos cómo lo vio María, que de nuevo Jesús vuelve a Resucitar en nuestra vida.

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