sábado, 25 de abril de 2020

EL ASOMBRO





La presencia inesperada

Nos dice el evangelio de la Misa: Entonces se les abrieron los ojos y le reconocieron (Lc 24, 31).

Lo que tú y yo pretendemos es reconocer a nuestro Señor en el camino de la vida ordinaria. Cuando estamos desesperanzados porque pensábamos que ser cristiano consistía en otra cosa más deslumbrante.

Por eso le decimos ahora: ¡Señor, que te vea! ¡Que te contemple, que te quiera!

¡Que me asombre ante las cosas grandes que hace tu Amor!

Los llamados discípulos de Emaús se maravillan ante esa presencia inesperada del Señor. Hoy pedimos que también nosotros sepamos descubrir el Amor escondido.

San Josemaría contemplaba la Eucaristía como esa Rosa escondida.

¡Señor, que yo sienta ese perfume divino! ¡Que me atraiga, y entonces correré por el camino de tu amor!

Contemplar al Señor en la Eucaristía. A eso vamos hoy a la oración. Ese fue el «programa» que nos indicó Juan Pablo II al comienzo del tercer milenio. Y realmente el milenio ha comenzado en el 2020: una año que supondrá un antes y un después en la historia de los hombres.

Contemplar a Cristo implica saber reconocerle donde se manifieste. Por eso vamos a la oración a escuchar en silencio. Queremos que Él nos habrá su intimidad como hizo con aquellos dos que iban tristes y desanimados. Con Jesús nunca estaremos solos, porque nos escucha cuando le pedimos que se quede con nosotros. Y realmente se ha quedado en la Eucaristía.

Él se manifiesta, sobre todo en el Sacramento vivo de su cuerpo y de su sangre. De ahí que la Iglesia vive del Cristo eucarístico: nosotros también. Nuestra vida interior y nuestra misión daría un cambio impresionante si fuéramos  almas de Eucaristía.

Juan Pablo II en una de sus últimas Cartas deseaba suscitar en nosotros el «asombro» eucarístico. Asombro ante la Eucaristía: revivir de algún modo la experiencia de los dos discípulos de Emaús: Entonces se les abrieron los ojos y le reconocieron.

Fomentar el asombro

El asombro tiene que ver con la novedad y con lo inesperado. Los niños se asombran mucho. Podemos pedirle al Señor: ser como niños para no tonarnos las cosas de forma cansina y rutinaria.

Tengo la suerte de tener una sobrina que a sus cuatro años ya manifiesta la herencia artística de sus padres. Ahora que está confinada, al mirar por la ventana, ante la vista de un árbol, se queda extasiada.

La verdad es que en mi vida he aprendido mucho de los niños. Durante años fui capellán de un colegio de Granada. Mirando al babi que llevaban encima del uniforme se sabía lo que habían comido ese día, porque lo llevaban “impreso” allí mismo. En la tela estaban las manchas de tomate, pues de primero habían comido macarrones, también estaba la mayonesa del segundo plato, y de postre un yogur, porque se veían, y casi tocaban, los restos en el babi.

Con muy buen criterio las seños les decía a los de infantil que entraran en el oratorio sin el babi. Y como señal de respeto ellos se lo quitaban para ver a Jesús.

Los niños ya me conocían porque iba a sus clases vestido con mi traje talar. Incluso los más pequeños decían, mientras me señalaban: –Mira el Papa. O apuntando con el dedo: –Mira Dios.

La cosa más curiosa me pasó un día, a la entrada del oratorio. Allí, junto a la puerta había un tiesto grande con unas flores. Y, al intentar pasar la puerta, note que se me había enganchado los bajos de la sotana. Mire hacia la maceta, pero era un niño el que me había cogido la tela del hábito... y con unos ojos enormes me miraba. Y muy extrañado me dijo:

 –Y ¿tú, porqué entras al oratorio con babi?

El asombro de un niño ante la Eucaristía, es también cariño: dejan sus regalos. Con frecuencia antes de salir del colegio me dirigía al sagrario y veía un pequeño caramelo de los buenos, un sugus de Suchard.  Y con mucha ternura me los guardaba.

A la mañana siguiente los niños iban a ver lo que había pasado, porque pensaban que Jesús abría la puerta y los cogía. Su extrañeza era grande, no porque no estuviese el caramelo sino porque no había dejado ni siquiera el papel.

Realmente los hombres nos acostumbramos a todo, tanto a las cosas buenas como a las cosas malas, esa es nuestra capacidad de adaptación: hasta nos aburrimos de vivir en un palacio...

Vamos a pedirle al Señor que se nos ha quedado en la Eucaristía:
Que no me acostumbre jamás a tratarte.

Reconocer a nuestro Señor eso es lo que nosotros pretendemos: ¡Señor, que te vea! ¡Que te contemple, que te quiera!

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