Nos cuenta el Evangelio (del Domingo: cf. Mc 1,40-45) que se le acercó un hombre que tenía una enfermedad bastante desagradable. Además era contagiosa.Y el Señor lo curó.
Imitar a Cristo
Lo
nuestro es hacer como hizo San Pablo: imitar a Cristo (cf. 1 Co 10,31-11,1).
Por
eso los cristianos de todos los tiempos se han preocupado de atender a los
necesitados.
También
en nuestro tiempo hay personas como la Madre Teresa de Calcuta, que dedican su
vida a atender a los más pobres dentro de los pobres. Preocupándose por todo lo
que necesitan: aliviando las enfermedades del cuerpo y del alma.
El padre Damián fue un religioso de la Congregación de los Sagrados Corazones que llegó a la isla de Molokai para servir a los leprosos que allí habían sido desterrados. Y falleció de lepra.
Este
sacerdote por aliviar a unos enfermos, y que conocieran el amor que Dios les
tiene, no dudó en ponerse en peligro de contraer esta enfermedad.
A
nuestro alrededor hay personas que tienen dolencias en el cuerpo y en el alma.
Curar enfermedades del
alma
Quizá
las del alma son las más peligrosas: por curar las dolencias del alma el padre
Damián no vaciló en ir a Molokai.
Y
todas las enfermedades que causan la lepra del alma pueden ser curadas, porque el Señor quiere hacerlo: es Médico divino. La condición es que vayamos al
sacerdote.
Hay
gente que dice que ellos se confiesan con Dios directamente, sin necesidad de
ningún intermediario.
Y
dice el salmo (31: responsorial): «Dichoso
el que está absuelto de su culpa, a quien le han sepultado su pecado».
Nos
preguntamos cómo hacer para que el Señor nos perdone: cómo confesarnos con Dios
directamente, que sea Dios quien nos absuelva de los pecados.
Pues
que más directamente, que como el Señor quiere. Y el Señor quiere que vayamos
al sacerdote. Así es como nos absuelve Él directamente.
El
sacerdote que nos dice: «Yo te absuelvo», pero nadie piensa que es el cura
quien nos perdona…
Lo
mismo que en la Eucaristía cuando dice el celebrante: «Esto es mi cuerpo»,
nadie piensa que es el cuerpo de don Manuel, sino del mismo Jesús.
La peor enfermedad
En
el Sacramento de la Penitencia el Señor nos cura: basta que manifestemos los síntomas. Por eso la
peor enfermedad es la hipocresía: el orgullo que lleva a disimular los propios
pecados.
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