En el libro de Job se nos habla de los días del hombre sobre la tierra, que están llenos de incertidumbres y malos ratos (cf. 7, 1-4. 6-7): noches en las que se cansa uno de dar vueltas en la cama hasta que llega la hora de levantarse.
Alguien que sane el corazón partido
Alguien que sane el corazón partido
Todos vamos buscando que nos quieran, que nos curen nuestro corazón tantas veces desgarrado. Y a veces es complicado que alguien nos comprenda y sane nuestras heridas interiores.
Para curarse las heridas del corazón –que son las que más duelen– el hombre ha recurrido a todo: estimulantes, morfina, viajes, e incluso comprar el afecto de otras personas. Pero el sexo en cuanto droga, promete mucho pero da poco, porque es un sucedáneo del verdadero amor.
Solo Alguien que fuese Dios podría sanar nuestros corazones desgarrados.
Por eso le repetimos al Señor que cure nuestras heridas internas, que son las más dolorosas (cf. Sal 146).
Un hombre bueno
Lo que caracteriza a un hombre bueno es que es capaz de compadecerse (padecer con). La compasión es sinónimo de humanidad. Por eso san Pablo, que era muy buena persona, fue capaz de rebajarse por los demás: siendo libre, hacerse esclavo, y con los débiles sufrir sus debilidades (cf. 1 Cor 9, 16-19. 22-23).
Un hombre bueno
Lo que caracteriza a un hombre bueno es que es capaz de compadecerse (padecer con). La compasión es sinónimo de humanidad. Por eso san Pablo, que era muy buena persona, fue capaz de rebajarse por los demás: siendo libre, hacerse esclavo, y con los débiles sufrir sus debilidades (cf. 1 Cor 9, 16-19. 22-23).
Un hombre que es Dios
Pero no pudo hacer más porque aunque era santo no era Dios.
Es Jesús el que nos cura. Carga con nuestras enfermedades (Mt 8, 17). No solo se compadece de nosotros sino que nos cura. Toda la vida de Jesús se la pasó curando enfermedades (cf. por ejemplo: Mc 1, 29-39). Así que el Señor es médico, que cura todas nuestras dolencias. Por eso en nuestra oración le hemos de ver así con su bata blanca, y sin prisa para atendernos.
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