Jesús es Rey . Pero de un Reino especial, que tiene sus secretos.
Los reinos de este mundo nos hablan de poder. Cuando uno manda se dice que es Rey: los Reyes del petróleo, el Rey de la tierra batida es el número uno en el tenis. Un rey manda en su parcela de poder: por eso se habla del rey del cuadrilátero.viernes, 7 de julio de 2023
LOS SECRETOS DEL REINO
viernes, 23 de junio de 2023
EL CUCHICHEO DE LA GENTE
Todos los que han querido hacer el bien han encontrado dificultades.
El profeta Jeremías habla del «cuchicheo de la gente» (Primera lectura de la Misa: cfr. 20,10-13).
En la actualidad el bien no es aplaudido, es cierto. Pero esto ha ocurrido siempre.
De todas formas nuestro Señor nos dice a los cristianos, que no es para tanto: «que no tengamos miedo» a los que nos quieran hacer daño (cfr. Evangelio de la Misa: Mt 10,26-33).
Y la razón que nos da Jesús es que el Señor cuida de nosotros: estamos en buenas manos, en manos de nuestro Padre.
Desgraciadamente cuando la familia de un paciente le pregunta a un médico sobre el estado de salud del pariente, y el doctor responde que estamos en manos de Dios, parece entonces que las cosas están muy mal para el enfermo, que la medicina no puede hacer nada.
Pero tranquilo «hasta los cabellos de nuestra cabeza» los tenemos contados. Por eso dice el salmo que el «Señor escucha» a los necesitados (cfr. Responsorial: Sal 68).
Ya se ve que en esta tierra si uno quiere hacer el bien casi siempre encontrará dificultades.
Pero esos obstáculos no los ha puesto el Señor sino el pecado, como nos dice San Pablo (cfr. Segunda lectura: Rom 5,12–15).
Por eso, si somos inteligentes, el miedo al que dirán no nos ha de mover. Lo que en realidad ha de preocuparnos es lo que puede dañar el alma: el cáncer que nos hace malos.
En la actualidad el bien no es aplaudido, es cierto. Pero esto ha ocurrido siempre.
De todas formas nuestro Señor nos dice a los cristianos, que no es para tanto: «que no tengamos miedo» a los que nos quieran hacer daño (cfr. Evangelio de la Misa: Mt 10,26-33).
Y la razón que nos da Jesús es que el Señor cuida de nosotros: estamos en buenas manos, en manos de nuestro Padre.
Desgraciadamente cuando la familia de un paciente le pregunta a un médico sobre el estado de salud del pariente, y el doctor responde que estamos en manos de Dios, parece entonces que las cosas están muy mal para el enfermo, que la medicina no puede hacer nada.
Pero tranquilo «hasta los cabellos de nuestra cabeza» los tenemos contados. Por eso dice el salmo que el «Señor escucha» a los necesitados (cfr. Responsorial: Sal 68).
Ya se ve que en esta tierra si uno quiere hacer el bien casi siempre encontrará dificultades.
Pero esos obstáculos no los ha puesto el Señor sino el pecado, como nos dice San Pablo (cfr. Segunda lectura: Rom 5,12–15).
Por eso, si somos inteligentes, el miedo al que dirán no nos ha de mover. Lo que en realidad ha de preocuparnos es lo que puede dañar el alma: el cáncer que nos hace malos.
viernes, 9 de junio de 2023
DESDE QUE TE CONOZCO, COMO MÁS
En el libro del Deuteronomio, Dios nos habla de un alimento misterioso.
En aquel tiempo el Señor dio de comer a su pueblo un pan que nadie conocía.
Este pan era símbolo de otro, el de la fiesta que celebramos hoy.
Dice la Escritura que el hombre no sólo vive del pan natural, sino de otro tipo que es el pan sobrenatural.
A este alimento del cielo le llamamos Corpus Christi: el Cuerpo de nuestro Señor que se nos da como «verdadera comida» (Jn 6, 55: Evangelio de la Misa).
Este Cuerpo se compone de cabeza y miembros, que están unidos.
Esto lo explica muy bien san Pablo: «aunque somos muchos formamos un solo cuerpo» (1 Cor 10, 17: Segunda lectura de la Misa).
El Corpus es alimento para que crezcamos, nos hace vivir una vida distinta y eterna. «El que come de este pan vivirá para siempre» nos dice Jesús (Jn 6, 58).
Este alimento nos lo deja el Señor para tener fuerza y superar las dificultades: los desánimos, el cansancio.
En definitiva, nos lo da para llevar una mejor calidad de vida sobrenatural.
Nos deja un pan de esta vida que nos lleva a la otra. No solo eso, sino que quería estar con nosotros hasta el fin de los tiempos.
Dios quería ser nuestro. Y para eso, se hace alimento, algo que se come y que llega a formar parte íntima de cada uno, se hace uno con nosotros.
Y, luego dicen que el verbo comer no es poético. El amor nos lleva a comer al Señor.
Este Cuerpo se formó en la Virgen María. De alguna manera misteriosa Ella también está presente en la Eucaristía.
Este pan era símbolo de otro, el de la fiesta que celebramos hoy.
Dice la Escritura que el hombre no sólo vive del pan natural, sino de otro tipo que es el pan sobrenatural.
A este alimento del cielo le llamamos Corpus Christi: el Cuerpo de nuestro Señor que se nos da como «verdadera comida» (Jn 6, 55: Evangelio de la Misa).
Este Cuerpo se compone de cabeza y miembros, que están unidos.
Esto lo explica muy bien san Pablo: «aunque somos muchos formamos un solo cuerpo» (1 Cor 10, 17: Segunda lectura de la Misa).
El Corpus es alimento para que crezcamos, nos hace vivir una vida distinta y eterna. «El que come de este pan vivirá para siempre» nos dice Jesús (Jn 6, 58).
Este alimento nos lo deja el Señor para tener fuerza y superar las dificultades: los desánimos, el cansancio.
En definitiva, nos lo da para llevar una mejor calidad de vida sobrenatural.
Nos deja un pan de esta vida que nos lleva a la otra. No solo eso, sino que quería estar con nosotros hasta el fin de los tiempos.
Dios quería ser nuestro. Y para eso, se hace alimento, algo que se come y que llega a formar parte íntima de cada uno, se hace uno con nosotros.
Y, luego dicen que el verbo comer no es poético. El amor nos lleva a comer al Señor.
Este Cuerpo se formó en la Virgen María. De alguna manera misteriosa Ella también está presente en la Eucaristía.
viernes, 2 de junio de 2023
DIOS ES UNA FAMILIA
Hoy celebramos el misterio principal de nuestra fe, que no hubiéramos conocido si el Señor no nos lo hubiera contado. Es la vida íntima de Dios la que viene a revelar Jesús.
Que Dios es Padre, que Dios es Hijo y que Dios es Espíritu Santo.
El Señor ha tenido paciencia hasta que ha podido decírnoslo. Si lo hubiera dicho antes, seguramente se hubiera pensado que hay tres dioses.
Al principio, Yavhé quería remarcar a su pueblo que era un solo Dios, que no había varios dioses.
Nos cuenta el libro del Éxodo (34, 4b–6. 8–9: Primera lectura de la Misa) como Moisés le pide a Dios que les acompañe siempre.
Moisés le dice que Israel es un pueblo duro de entendimiento, de «dura cerviz». Efectivamente, el pueblo elegido, no hubiera entendido en ese momento toda la verdad a cerca de Dios.
Una vez que asimilaron que Yavhé era Uno, Jesús revela que es un solo Dios pero que tiene tres Personas.
Esto es difícil de entender si uno no tiene fe. Lo dice el Señor en el Evangelio para que el mundo crea (cfr. Jn 3, 16–18: Evangelio de la Misa).
Hay muchas personas que ven con facilidad que Dios sea Uno. Son los creyentes de las tres religiones monoteístas: junto con los cristianos están los hebreos y los musulmanes. Los tres procedemos de la fe de Abraham.
En la Alhambra hay un poema en el que se explica, con mucha claridad, la fe de los musulmanes. El poeta dice que allí, la oración se dirigía «a un Dios solo».
Efectivamente, los musulmanes creen que Dios es Uno. Tanto lo remarcan que piensan que está solo. Y sin embargo Dios es una familia.
El misterio de la Santísima Trinidad no es un invento de la teología.
Claramente, San Pablo en una de sus cartas desea que recibamos «la gracia» que nos ganó Dios Hijo muriendo en la cruz, «el amor» de Dios Padre que nos regaló la vida, y la unión con el Espíritu Santo (cfr. 2 Cor 13, 11–13: Segunda lectura de la Misa).
Esto es lo que deseamos a todos los que lean esto.
viernes, 19 de mayo de 2023
DESDE EL MONTE
Últimas conversaciones
Los apóstoles después de la pasión, una vez que resucitó el Señor, se dieron cuenta que a partir de entonces su vida no iba a ser igual que antes: Jesús había preparado unas fases de desescalada hasta el momento de marcharse. Fue entonces cuando inaguró una nueva normalidad en la vida de sus amigos. Todos hubieran preferido que la cosa volviera a ser como antes, pero no fue así.
Jesús, después de su resurrección, estuvo preparando a sus apóstoles para la tarea que debían realizar en esa nueva normalidad. Por espacio de cuarenta días fue visto por ellos y les habló de las cosas concernientes al reino de Dios (Act 1, 3).
No sería ya el tiempo de concederles gracias especiales sino de dar indicaciones para el gobierno y desarrollo de la Iglesia.
Los milagros hoy en día son excepcionales. El Señor nos escucha pero no hace milagrerías, sino que nos ayuda en la vida corriente para hacer mejor nuestras obligaciones.
Ahora el Señor nos pide la misión de llevar a cabo su Iglesia en este tiempo. Somos nosotros los continuadores de aquellos que escuchaban hablar a Jesús después de la resurrección.
En Israel, la cuarentena tiene un cierto simbolismo. Moisés había ayunado unos días antes de promulgar la ley; Elías ayunó cuarenta días antes de la restauración de la ley; y ahora, al cabo de cuarenta días de haber resucitado, el Señor dejó asentada la nueva ley del evangelio.
Y aquellos cuarenta días fueron de trato de Jesús con los apóstoles. El Señor les habló de lo divino y de lo humano: como ocurre en nuestra oración. La conversación con Él en esos ratos, nos ayuda a asentar la ley del evangelio en nuestra vida. Aunque no sea de modo milagroso sino a través de los muchos argumentos que el Señor nos inspira.
Además San Josemaría, al hablar de las tertulias, esas conversaciones familiares, en las que trataban de temas de la vida corriente, y que él aprovechaba para sacar punta espiritual de esos asuntos, él decía que se parecían a estas últimas conversaciones de Jesús con sus amigos.
Por eso para San Josemaría, el santo de lo ordinario, las charlas de familia eran como ratos de meditación. Y los que tuvimos la oportunidad de asistir a esas tertulias nos dábamos cuenta de que estaba haciendo oración mientras hablaba con nosotros.
En realidad todo se puede convertir en trato con Dios, pero especialmente esos momentos de vida de familia. En los que evitamos las discusiones, somos respetuosos con los demás e intentamos ser simpáticos. Y por supuesto, al sentir muy cerca al Señor, hablamos en su presencia. Y así, aunque tratemos de temas intrascendentes, se notará que Jesús está en medio de nosotros.
Último gesto
Cuando esos cuarenta días tocaban a su fin, Jesús los condujo cerca de Betania (Lc 50), que era donde tendría lugar la despedida; no en Galilea, sino en Judea, pues allí había sufrido y allí también tendría lugar su ascensión a la casa del Padre.
Y en el momento de su acenso, Jesús los bendijo. Aquel gesto de las manos sería el último recuerdo que conservarían los apóstoles. Sus manos, con las heridas de los clavos, se elevaron primero hacia el cielo y luego bajaron a la tierra, como si quisiera hacer descender bendiciones sobre los hombres.
Parecía como si esas manos traspasadas por los clavos distribuyeran mejor las bendiciones. En nuestro caso también la cruz que soportamos por los demás hace que haya a nuestro alrededor más gracia. Así nuestras heridas, elevadas al cielo mediante la oración, suben hacia Dios y el Señor las convierte en gracia.
En nuestra vida actual tenemos enfermedades y también heridas en el alma. Pero no deben hacernos avinagrar nuestro carácter, porque nada nos puede hacer malos si nosotros no queremos. Al contrario, esas heridas del alma o del cuerpo podemos mostrarlas en nuestra oración para ayudar a las personas que lo necesitan. Sobre todo si esas personas han sido las causantes de ese mal. Pues la oración por los que se consideran nuestros enemigos es la más eficaz delante de nuestro Padre Dios.
Nosotros –como decía san Josemaría– al ir tras los pasos del Señor, notamos que Dios nos bendice con la cruz (cfr. Amigos de Dios, 132).
Precisamente en el Levítico, después de hacer una profecía sobre el Mesías se hablaba de la bendición del sumo sacerdote. Todos las Sagradas Escrituras hablan de Él, por eso desconocer las Escrituras es desconocer a Jesús.
Ahora ocurre que una vez que ha mostrado que todas las profecías se habían cumplido en Él, se dispuso a bendecir antes de entrar en el santuario del cielo. Las manos heridas que sostienen el centro del universo dieron la bendición final
Mientras los bendecía, se separó de ellos, y fue llevado arriba al cielo... (Lc 24, 51).
Y se sentó a la diestra de Dios (Mc 16, 19).
Y ellos, habiéndole adorado, se volvieron a Jerusalén con gran gozo; y estaban de continuo en el templo, alabando y bendiciendo a Dios (Lc 24, 52-53)
En su despedida de este mundo también estuvo presente la cruz, como sucedía en cada detalle, por pequeño que fuera, de su vida. Por eso la ascensión se realizó en el monte de los olivos, a cuyo pie se encuentra Betania.
Llevó a sus apóstoles a través de ese pueblo, lo que quiere decir que tuvieron que pasar por Getsemaní y por el mismo sitio en que Jesús había llorado a ver a Jerusalén.
Y no desde un trono, sino desde un monte situado por encima del huerto de retorcidos olivos teñidos con su sangre, Jesús realizó la última manifestación de su poder.
Su corazón no estaba amargado por la cruz, puesto que la ascensión era el fruto de aquella crucifixión. Como Él mismo había declarado, era necesario que padeciera para poder entrar en su gloria.
No dejó de ser Hombre
Todos los misterios de la vida del Señor están conectados pero hay una relación muy especial entre el primero y el último, entre la encarnación y la ascensión. Pues al asumir la naturaleza humana se hizo posible que Jesús sufriera y nos salvara. Y al revés, en la ascensión se glorificó a la naturaleza humana que había sido humillada hasta la muerte.
Gloria y cruz están muy relacionadas hasta llegar a ser la misma cosa, según nos dice san Juan, al hablar de la muerte con la que iba a ser glorificado Jesús. También en nuestra vida los sufrimientos pueden convertirse en condecoraciones si los padecemos por amor de Dios. Nuestros momentos de gloria no son los que hemos obtenido un éxito humano, sino cuando en el día a día convertimos los pequeños fracasos en oración.
Pues, en la Ascensión Jesús no abandonó la carne; y de esa forma sería el modelo a seguir, por otros hombres para llegar a la gloria, por medio de la participación en su vida.
Así dice san León Magno que con la Ascensión, nuestra naturaleza fue elevada por encima de todas las categorías de ángeles hasta compartir el trono de Dios (cfr. Sermón sobre la Ascensión del Señor 2,1-4). Seguramente esto humilló mucho a los ángeles soberbios. Su envidia sería muy grande porque un Hijo del hombre, inferior a ellos en naturaleza, ocupo el trono del Hijo de Dios.
Igual ocurre en esta vida, los más cercanos al Señor no son siempre los más inteligentes, los que ocupan cargos importantes, sino los más humildes. La humildad es el trampolín de Dios para llegar alto. A veces en esta vida y, siempre, en la otra. Así el primer Papa no fue un teólogo sabio sino el jefe de una cooperativa de Pesca, de un lugar desconocido, de un país sin excesiva importancia.
Por eso, meditar la Ascensión, puede servir para que nuestras mentes y corazones tengan perspectiva de eternidad; para que busquemos las cosas de allá arriba, donde está nuestro Señor. Pero sin olvidar que las cosas terrenas son muy importantes, porque con ellas podemos obtener méritos para ganarnos la gloria.
De todas formas, resultaba muy difícil creer que Él, el Varón de dolores, familiarizado con la angustia, fuese el amado Hijo en quien el Padre se complacía. Era difícil creer que, quien no había bajado de la cruz, pudiera subir ahora al cielo. Pero la ascensión disipaba todas estas dudas porque introdujo su naturaleza humana en una comunión íntima con Dios.
Igual nos puede suceder a nosotros: es difícil creer que una persona que ha perdido su trabajo y tiene que hacer cola en Cáritas es un hombre amado por Dios.
En el caso de Jesús se burlaron de Él cuando los soldados le vendaron los ojos y le pedían que adivinara quién le golpeaba. Se mofaron de Él al ponerle un vestido real y por cetro una caña. Finalmente se burlaron de Él como sacerdote al desafiarle a que bajase de la cruz. Por eso, con la Ascensión se le aclamará según las humillaciones que había recibido como Profeta, como rey y como sacerdote.
También en nuestra vida hay quien se burla de nosotros cuando hablamos de Dios, o cuando hieren nuestra fama, o cuando se ríen porque rezamos. Pero por la pasión del Señor y la Ascensión formamos un pueblo de sacerdotes, de reyes y de profetas. Y lo mostramos al rezar, al trabajar y a hablar de Dios.
Otro motivo de la ascensión era que Jesús pudiera abogar en el cielo ante su Padre con una naturaleza humana común al resto de los hombres. Ahora podía, mostrar las llagas no sólo como insignias de victoria, sino también de petición por nosotros. Jesús elevó al Padre nuestras necesidades. Sería nuestro abogado delante de Él.
Por eso dice la Carta a los Hebreos: Ya que tenemos un Sumo Sacerdote que ha entrado en los cielos —Jesús, el Hijo de Dios—... Porque no tenemos un sumo sacerdote que no pueda compadecerse de nuestras debilidades, sino que, de manera semejante a nosotros, ha sido probado en todo, excepto en el pecado (4, 14-15).
Jesús, ya que eres humano como nosotros y además eres poderosísimo en cuanto Dios: ayúdanos a ser tan humanos como Tú, para llegar al cielo: eso si que sería una nueva normalidad.
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