El Señor quiso pasar los primeros treinta años de su vida en una familia como la nuestra.
Así empezó la redención: santificando una realidad que nos es muy cercana, porque todos pertenecemos a una familia.
El ambiente familiar en el que vivió Jesús estaba compuesto de detalles muy pequeños.
No se produjeron grandes milagros en aquellos primeros años.
De hecho, San Juan nos dice que el primer milagro que hizo Jesús fue convertir el agua en vino en las bodas de Caná.
Hasta entonces, la vida del Señor, siendo ya redentora, estuvo compuesta de la prosa de cada día, de la realidad familiar cotidiana.
Lo que pasa es que aquella familia era extraordinaria, porque extraordinarios eran sus miembros.
José era el cabeza de la familia. Es el que la sacaba adelante desde el punto de vista humano.
Es quien educa a Jesús de manera que el Niño crezca en sabiduría ante los hombres.
De él aprendió el Señor el trabajo bien hecho, acabado hasta el último detalle, lleno de sacrificio, en servicio de los demás.
María enseña a Jesús todo lo relacionado con la vida doméstica, que más adelante saldrá en mucho ejemplos de la predicación del Maestro.
Como se ve, nada hay de extraordinario, aparentemente.
Pero no podemos olvidar esta enseñanza fundamental: María santifica lo más menudo, lo que muchos consideran erróneamente como intrascendente y sin valor: el trabajo de cada día, los detalles de atención hacia las personas queridas, las conversaciones y las visitas con motivo de parentesco o de amistad. ¡Bendita normalidad, que puede estar llena de tanto amor a Dios! (2).
Así tienen que ser nuestras familias: sin nada aparentemente extraordinario, pero con un continuo desvelo de unos por otros.
La fiesta de hoy nos invita a que hagamos una revisión a fondo sobre nuestra vida familiar.
Y seguro que, si somos sinceros con nosotros mismos, encontraremos muchas manifestaciones de generosidad que podemos cuidar mejor.
Y nos daremos cuenta de que podemos sacrificarnos más por los demás, cediendo en detalles concretos y contrariando nuestros gustos para hacer felices a nuestros familiares.
Por eso, en la fiesta de la Sagrada Familia, encomendamos nuestras familias a la protección de Jesús, María y José.
Les pedimos para ellas que las guarden en la tierra y que lleven a cada uno de nuestros familiares a gozar de su compañía eterna en el Cielo.
Y pedimos también a la trinidad de la tierra que protejan a la institución familiar, tan atacada por leyes injustas.
Porque si se cuida a la familia, también desde el punto de vista institucional, se está asegurando la promoción de una sociedad más justa.
Así empezó la redención: santificando una realidad que nos es muy cercana, porque todos pertenecemos a una familia.
El ambiente familiar en el que vivió Jesús estaba compuesto de detalles muy pequeños.
No se produjeron grandes milagros en aquellos primeros años.
De hecho, San Juan nos dice que el primer milagro que hizo Jesús fue convertir el agua en vino en las bodas de Caná.
Hasta entonces, la vida del Señor, siendo ya redentora, estuvo compuesta de la prosa de cada día, de la realidad familiar cotidiana.
Lo que pasa es que aquella familia era extraordinaria, porque extraordinarios eran sus miembros.
José era el cabeza de la familia. Es el que la sacaba adelante desde el punto de vista humano.
Es quien educa a Jesús de manera que el Niño crezca en sabiduría ante los hombres.
De él aprendió el Señor el trabajo bien hecho, acabado hasta el último detalle, lleno de sacrificio, en servicio de los demás.
María enseña a Jesús todo lo relacionado con la vida doméstica, que más adelante saldrá en mucho ejemplos de la predicación del Maestro.
Como se ve, nada hay de extraordinario, aparentemente.
Pero no podemos olvidar esta enseñanza fundamental: María santifica lo más menudo, lo que muchos consideran erróneamente como intrascendente y sin valor: el trabajo de cada día, los detalles de atención hacia las personas queridas, las conversaciones y las visitas con motivo de parentesco o de amistad. ¡Bendita normalidad, que puede estar llena de tanto amor a Dios! (2).
Así tienen que ser nuestras familias: sin nada aparentemente extraordinario, pero con un continuo desvelo de unos por otros.
La fiesta de hoy nos invita a que hagamos una revisión a fondo sobre nuestra vida familiar.
Y seguro que, si somos sinceros con nosotros mismos, encontraremos muchas manifestaciones de generosidad que podemos cuidar mejor.
Y nos daremos cuenta de que podemos sacrificarnos más por los demás, cediendo en detalles concretos y contrariando nuestros gustos para hacer felices a nuestros familiares.
Por eso, en la fiesta de la Sagrada Familia, encomendamos nuestras familias a la protección de Jesús, María y José.
Les pedimos para ellas que las guarden en la tierra y que lleven a cada uno de nuestros familiares a gozar de su compañía eterna en el Cielo.
Y pedimos también a la trinidad de la tierra que protejan a la institución familiar, tan atacada por leyes injustas.
Porque si se cuida a la familia, también desde el punto de vista institucional, se está asegurando la promoción de una sociedad más justa.
Guillermo González-Villalobos
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