miércoles, 5 de diciembre de 2007

INMACULADA CONCEPCIÓN

A lo largo de la historia, Dios prepara a hombres y mujeres concretos para cumplir las misiones más grandiosas.

Les da las gracias necesarias para sacar adelante la tarea a la que les llama.

Así lo ha hecho con Aquella que tenía por delante el encargo más excelso que Dios puede confiar a una criatura: ser su madre.

A esta misión se le unió la de ayudar a su Hijo a salvarnos del pecado original: María tenía que ser corredentora.

Por eso, desde toda la eternidad, Dios preparó a su Madre concediéndole la mayor grandeza posible.

Y por eso la Iglesia le hace exclamar:

Desbordo de gozo con el Señor y me alegro con mi Dios; porque me ha vestido un traje de gala y me ha envuelto en un manto de triunfo, como novia que se adorna con sus joyas.

Dios le ha adornado con todas las virtudes que la hacen amable a su vista y a la nuestra.

Y, entre todos los privilegios que la adornan, destaca el que celebramos hoy.

Haberla preservado del pecado original desde el mismo momento de su concepción.

Ella es la mujer, del linaje de Eva, a quien Dios estableció como enemiga del demonio: Ella te aplastará la cabeza.

Ella es la nueva Eva, madre de todos los creyentes, madre de la Iglesia.

Por eso, en Ella hemos fijado nuestra mirada en los últimos nueve días: por ser madre y modelo de los que se quieren parecer a Cristo.

Y hemos aprendido de todas sus virtudes pero, sobre todo, de su entrega al cumplimiento de la voluntad de Dios haciéndose esclava del Señor.

Y a Ella, toda limpia, acudimos para que nos conceda del Señor la gracia de aborrecer nuestros pecados.

De su mano volveremos a Jesús las veces que nos separemos de Él.

Y le pedimos que ruegue por nosotros a su Hijo para que seamos capaces de darle a Dios, sin reservas, como Ella nuestra vida entera.
Guillermo Gónzalez-Villalobos

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