domingo, 25 de noviembre de 2018

EL NÚCLEO DE TODA TENTACIÓN



Es muy humano ser tentado. Nuestro paso por esta tierra tiene mucho de tiempo de prueba. Todos los hombres han pasado por esta experiencia, así que no tiene nada de extraño que el mismo Jesús sufriese tentaciones, porque es un hombre auténtico, semejante a nosotros, que incluso nos enseña a ser mejores humanos. Por eso, el comportamiento de Jesús frente a las tentaciones nos enseña cómo debemos superarlas.

Jesús ora antes y durante la tentación. Porque el ser humano necesita esta ayuda de Dios, como el comer. Para que no entren en nuestro corazón las malas yerbas que intenta sembrar el diablo. La auténtica oración es el mejor insecticida que Dios nos da para evitar que arraigue esa cizaña. Como perfecto hombre, Jesús nos enseña a utilizar la oración mental y el ayuno (oración del cuerpo) como protección contra nuestro enemigo.

Para vencer esas sugestiones del maligno hace falta un clima de oración. Y también de mortificación, de abstenerse de cosas lícitas. Si lo entendemos así, el ayuno (oración del cuerpo) es otra manera de orar.

Elevamos nuestra alma al dirigirnos a Dios con nuestra mente, porque somos seres espirituales. Pero al ser hombres también podemos orar con nuestros sentidos. Entendido de este modo el ayuno de Jesús –y el nuestro– es también otra manera de orar.

Precisamente hacer penitencia es como decirle al Señor con hechos: –Te ofrezco esta privación porque Tú estás en mi vida por encima de esta satisfacción. Te quiero a ti más que a la comida, que a la bebida...

De esta forma, la oración del hombre se realiza con el alma y con el cuerpo. Y es un momento privilegiado de unión con nuestro Padre Dios. Nuestro enemigo lo sabe por eso no es de extrañar que acuda en esos momentos para estorbamos, como hizo con Jesús.

En cierta ocasión, leí un libro escrito por una autora italiana que imaginaba la escena de las tentaciones de Jesús. Ahora no podría citar ese relato con exactitud. Recuerdo que me sirvió para hacerme una idea de lo que podría haber sucedido. De forma más o menos novelada, la historia decía así:

Jesús está muy delgado y pálido con los codos apoyados en las rodillas. Medita. De vez en cuando, levanta la mirada y la dirige a su alrededor y mira al sol... De vez en cuando cierra los ojos...

Veo aproximarse a Satanás. Parece un beduino. En la cabeza, el turbante que le cubre parte de la cara, pero pueden verse sus labios delgados y sus ojos negrísimos y hundidos, llenos de destellos magnéticos.

Dos pupilas que te leen en el fondo del corazón, pero en las que no lees nada.

Lo opuesto a los ojos de Jesús, también muy fascinantes, que te lee en el corazón, pero en los que tú lees también que en su Corazón hay amor hacia ti.

Los ojos de Jesús son una caricia para el alma. Los de Satanás son como un doble puñal que te perfora y quema.

Se acerca a Jesús: –¿Estás solo?
Jesús le mira y no responde.
–¿Cómo es que estás aquí? ¿Te has perdido?
Jesús vuelve a mirarle y calla... aprieta las manos en muda oración.
–¡Ah, entonces eres Tú! ¡Hace mucho que te busco! Te vengo observando. Desde el momento en que fuiste bautizado...”

Hasta aquí lo imaginado. Lo que sí sabemos de cierto por que nos lo cuenta san Marcos (cfr. 1, 13) es que Jesús en aquel momento vivía entre fieras salvajes.

En este caso las fieras salvajes –que representan la rebelión de la creación– se convierten en amigas como lo eran en el Paraíso (cfr. Joseph Ratzinger-Benedicto XVI, Ibidem, p. 51).

Es la paz que Isaías anuncia para los tiempos del Mesías: Ha-bitará el lobo con el cordero, la pantera se tumbará con el cabrito (11, 6). Con la victoria final sobre el pecado la creación volverá a ser un lugar de paz. Porque nuestro cielo, también será un lugar material.

Por eso no es muy aventurado pensar que el movimiento ecológico tiene raíces cristianas. Dios es el autor del mundo, Él nos ha puesto para que lo amemos y cuidemos.

Muchos santos han dado testimonio del amor por los animales, la naturaleza y todo el mundo material: san Francisco, san Ignacio, san Josemaría, san Juan Pablo II, entre otros. Nada más hay que leer la primera encíclica del Papa Francisco para darse cuenta de la importancia que los cristianos le damos a este tema.

En la naturaleza, o en su desorden, también puede verse la mano del hombre, y por tanto del pecado, que es precisamente la transgresión del orden querido por el Autor de la naturaleza, el causante de todo el daño realizado en el mundo (cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, n.400).

Si tuviéramos que definir el pecado, podríamos hacerlo como una “desconfianza” con respecto a Dios, que lleva al ser humano a abusar de la libertad que recibió de su mismo Creador (cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, nn.397 y 387).

En definitiva, que el hombre se prefiere a sí mismo y rompe su vínculo con Dios y con lo que Él ha creado (cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 386 y 398).

La Iglesia dice en su Catecismo:
El hombre tentado por el diablo, dejó morir en su corazón la confianza hacia su creador y, abusando de su libertad, des-obedeció al mandamiento de Dios. En esto consistió el primer pecado del hombre. En adelante, todo pecado será una desobediencia a Dios y una falta de confianza en su bondad (Ibidem, n. 397).

En el caso de las tentaciones de Jesús, san Mateo y san Lucas hablan de tres pruebas, en las que se va a reflejar su lucha interior por cumplir la misión encomendada por su Padre.

Y aparece con toda claridad el núcleo de toda tentación: apartar a Dios de nuestra vida, ponerlo en un plano inferior; así pasa a ser algo secundario, o incluso superfluo y molesto, en comparación con todo lo que parece más urgente (cfr. Ibidem, n. 385 ss).

La tentación consiste en querer poner orden en nuestro mundo por nosotros mismos, sin Dios, contando únicamente con nuestras capacidades, en reconocer como verdaderas solo las realidades humanas y materiales, y dejar a Dios de lado, como si Él solo existiese en un mundo ideal.

Como dice la Iglesia: “Por la seducción del diablo [el hombre] quiso ser ´como Dios´, pero ´sin Dios´, antes que Dios y ´no según Dios´ ” (Catecismo de la Iglesia Católica, n398).

Es propio de la tentación adoptar una buena apariencia: el diablo no nos incita directamente a hacer el mal, porque se notarían demasiado sus intenciones.

Finge mostrarnos lo mejor: sugiere abandonar “el idealismo” y emplear nuestras fuerzas en mejorar el mundo, que es lo que tenemos a mano.

Según el relato del que antes hablábamos, Satanás al ver a Jesús en oración le dice:
“–¿Llamas al Eterno? Está lejos. Ahora estás en la tierra, entre los hombres. Y sobre los hombres reino yo. Pero quiero ayudarte, porque eres bueno y has venido a sacrificarte por nada.

Los hombres te odiarán por tu bondad. No entienden más que de oro, comida y sensualidad. Sacrificio, dolor, obediencia, son para ellos palabras muertas. Vámonos. No merece la pena sufrir por ellos. Los conozco más que Tú. 

Satanás se ha sentado frente a Jesús, le escudriña con su mirada tremenda y sonríe con su boca de serpiente. Jesús sigue callado y ora mentalmente. El demonio sigue hablando...”.

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