miércoles, 18 de marzo de 2020

EL SOÑADOR




Hasta en sueños

Leemos en el Evangelio de la Misa del día de hoy cómo san José recibió la voluntad de Dios mediante un sueño. Y sabemos por la Biblia que, al primero que llevó el nombre de José, sus hermanos le decían al verle: -¡Ahí viene el soñador! Quizá todo los que os llamáis así, de alguna forma, participáis de esa característica: sois personas valientes, audaces, soñadores.

Conocemos que el Papa Francisco tiene mucha devoción a san José, como gráficamente aparece en su escudo, que es como su logotipo. Por eso no fue casualidad que el inicio solemne de su pontificado fuese un 19 de marzo.

Es que Jorge Mario Bergoglio, con diecisiete años de edad, descubrió su vocación en la iglesia de san José de Buenos Aires. Por eso en el estudio personal del Papa, en la Residencia de Santa Marta, hay una imagen muy querida por él desde que era rector del Colegio Máximo: se trata de una imagen que representa a san José durmiendo. El Papa quiso llevársela cuando se trasladó a Italia desde Argentina. El valor simbólico de esta representación es grande. Hasta en sueños José recibe los mensajes de Dios. Al santo Patriarca se le pueden aplicar las palabras de la Escritura: Yo dormía, pero mi corazón estaba vigilante (Cant 5,2).

Francisco explicaba en uno de sus viajes: “Yo quiero mucho a San José, porqué es un hombre fuerte y de silencio. Y en mi escritorio tengo una imagen de San José durmiendo. ¡Y durmiendo cuida a la iglesia! ¡Sí! Lo puede hacer, lo sabemos. Y cuando tengo un problema, una dificultad yo escribo un papelito y lo pongo debajo de San José. ¡Para que lo sueñe! Esto significa: ¡para que rece por este problema!” (El 16 de enero 2015 a las familias reunidas en Manila)

José es el custodio fuerte y tierno de la Familia, el hombre, que recibe y guarda los misterios de Dios.  Por eso, José también es el padre y protector de la Iglesia y de todos los hombres y mujeres que la componemos.

También el Papa Benedicto le tiene gran cariño, entre otras cosas porque en la pila bautismal le pusieron de nombre Joseph. Precisamente el Cardenal Ratzinger contaba en una ocasión:  “Hace poco pude ver en casa de unos amigos una representación de san José que me ha hecho pensar mucho... Se ve una tienda de campaña abierta, y junto a la puerta un ángel...

Dentro, José, está durmiendo, pero vestido con la indumentaria de un peregrino, calzado con botas altas como se necesitan para una caminata difícil. Duerme José, ciertamente, pero a la vez está en disposición de oír la voz del ángel (Mt 2,13ss)...

Es la imagen de hombre que tiene el  corazón abierto para recibir lo que el Dios vivo y su ángel le comuniquen. Dios nos habla a cada uno y se nos muestra cercano.
           
Sin embargo, la mayoría de las veces nos hallamos invadidos por inquietudes, y deseos de todas clases. Nuestro interior está lleno, repleto de imágenes nuestra alma está cargada de cachivaches, y es como una muralla de cosas  que impide oír la voz suave del Dios”.


Nuestro Padre y Señor

José es el Padre de familia, que nos enseña a escuchar, a estar atento a lo que nos rodea. San Josemaría que lo quería mucho, aconsejaba: José era un gran cariño de Jesús. Procurad tener una devoción tierna, fina, cariñosa. A mí, me gusta llamarle: nuestro Padre y Señor.

José es nuestro Padre, y si se lo pedimos puede hacer que tratemos comprensivamente a los de nuestra Familia. En esta situación de confinamiento obligado, a consecuencia de la pandemia, puede ser que se multipliquen los roces con los que tenemos al lado... En China después de estar tanto tiempo en sus casas, dicen las estadísticas que han aumentado el número de divorcios...

Podemos dejarle a san José esos pequeños desencuentros familiares, para que él los  desdramatice y adormezca con su sueño. Y con el paso del tiempo se conviertan en anécdotas divertidas que nos recuerden estos días históricos, en los que hemos recibido la ayuda de Dios.

Pues sí, en los roces que tenemos al tratar con la personas cercanas no hay por qué ver sistemáticamente mala voluntad (tal y como nos inclinamos a hacer, con alguna frecuencia). Cuando surgen problemas entre dos personas, es frecuente que ambas se apresuren a hacer valoraciones morales la una de la otra. En realidad lo que hay de fondo no son sino malentendidos o dificultades de comunicación.

Debido a nuestras distintas formas de expresamos... y a lo que podríamos llamar nuestros filtros psicológicos, a veces percibimos equivocadamente las intenciones de los demás. Todos tenemos formas de ser distintas. Maneras de ver las cosas opuestas, distintas sensibilidades... Y éste es un hecho que hay que reconocer con realismo y aceptar con humor.

A algunos les encanta el orden y el menor síntoma de desorden crea en ellos inseguridad. Hay otros que en un ambiente excesivamente cuadriculado y ordenado se asfixian enseguida. Los amantes del orden se sienten personalmente agredidos por quienes van dejándolo todo en cualquier sitio. Por el contrario a la persona de temperamento artístico le agobia quien exige, siempre y en todo, un orden perfecto... Y enseguida echarnos mano de consideraciones morales, cuando no se trata más que de diferencias de carácter. Todos padecemos una fuerte tendencia a alabar lo que nos gusta y conviene a nuestro temperamento, y a criticar lo que no nos agrada.

Los ejemplos serían interminables. Y, si no se tiene esto en cuenta, nuestras familias correrán el riesgo de convertirse en permanentes campos de batalla: entre los defensores del orden y los de la libertad, entre los partidarios de la puntualidad y los de la flexibilidad, los amantes de la calma y los del tumulto, los madrugadores y los trasnochadores, los locuaces y los callados, y así sucesivamente.

De ahí la necesidad de aceptar a los demás como son, para comprender que su sensibilidad no es idéntica a la nuestra. Necesitamos ensanchar y domar nuestro corazón y nuestros pensamientos, en consideración hacia los que no piensan como nosotros.

Una tarea complicada que nos obliga a relativizar nuestra inteligencia, a hacernos pequeños y humildes; a saber renunciar a ese “orgullo de tener razón” que tan a menudo nos impide sintonizar con los otros.

Esta renuncia, que a veces significa morir a nosotros mismos, cuesta terriblemente. Pero no tenemos nada que perder... Es una suerte que nos contraríe la manera de ver las cosas de los demás, pues así tendremos ocasión de salir de nuestra estrechez de miras para abrimos.

A fin de cuentas, acabamos recibiendo más de aquellos con quienes no nos entendíamos en un principio, que de aquellos a los que nos unía cierta afinidad.

Porque si sólo tratamos a personas de nuestra misma sensibilidad, esos otros valores distintos a los nuestros, nunca nos haría descubrir nuevos horizontes...

Dios añadirá

En hebreo el nombre de José significa: Dios añadirá. Le viene muy bien este nombre a san José. Responde realmente a su vida. El Señor añadió a la suya, la de Jesús y la de María. Con ellos san José vivió con plenitud, siendo a la vez, su existencia, muy normal.

Su papel en los planes de Dios fue clave. El Señor pudo salvar a los hombres, en parte, por la vida ordinaria del padre de Jesús. Éste es el criado fiel y solícito a quien el Señor ha puesto al frente de su familia (Antífona entrada).
  
Dios añade siempre. No falla. Cuando hacemos lo que nos dice, la vida nos cambia, se hace plena y no echamos de menos nada. Pero, para eso, hay que hacer su voluntad.

Nos cuenta la primera lectura que Yavhé le dijo al rey David que, si le construía una casa digna de él, donde pudiera habitar, su dinastía duraría por siempre. Él constituirá una casa para mi Nombre, y yo consolidaré el trono de su realeza para siempre (Libro de Samuel 7,4-5: Primera lectura). Y así fue. David se lo creyó. Hizo posible la casa de Dios, el Templo, y el Señor cumplió su promesa: nació Jesús y esa dinastía durará por toda la eternidad, su linaje fue perpetuo (cfr. Sal 88: responsorial). Con Abraham pasó algo parecido. San Pablo, en su Carta a los Romanos, alaba su fe en Dios porque creyó contra toda esperanza. Y, efectivamente, el Señor cumplió también su promesa (cfr. Rm 4,13. 16-18. 22: Segunda lectura). Abraham, David y san José se lo creyeron, y Dios añadió: sacó adelante el pueblo de Israel, el Templo y la Sagrada Familia.

Es difícil de creer, así, a simple vista, que la redención se inició con la vida corriente de una familia, y en un sitio tan poco importante como Nazaret. San José era el cabeza de esa Familia. Su vida fue como la de tantos millones de hombres. Las mismas costumbres que sus vecinos, comerían lo mismo, hablarían de muchas cosas comunes, etc.

Trabajaba, como cualquiera, para sacar adelante a los suyos. Era un padre de familia como tantos otros. No vio los milagros que hizo Jesús. Tampoco supo de las muchedumbres que le seguirían. Sus evidencias para saber que Dios estaba salvando a la humanidad eran el ruido de un serrucho, el trabajo acabado y bien hecho, el orden en su taller, las preguntas que le hacía Jesús para saber cortar bien una pieza, o la voz de María diciéndoles que fueran a comer...

De Jesús escucharía que se portaba estupendamente, que era piadoso, amigo de sus amigos, servicial con todos, etc. San José estaba orgulloso de Jesús. No había nada de espectacular o de sobrenatural, en el sentido de que sucediera algo que diera de que hablar más allá del ambiente de Nazaret. Tampoco san José esperaba que ocurriera nada de eso.
Y, sin embargo, nunca dudó de la grandeza de su misión. Hizo lo que Dios le pidió, por eso el Señor añadió tanto.
  
Su vida fue plena. No se cambiaría por nadie. Estaba con Dios de la mañana a la noche y de la noche a la mañana. No se acostumbró nunca a tenerlo tan cerca. No se aburría con lo que hacía, aunque fuera siempre lo mismo. Estaba contento.

No echaba de menos nada, ni se le pasó por la cabeza otro tipo de vida. San José se repetiría muchas veces por dentro: ¡qué suerte tengo! Él, que es un pobre artesano, entrega su ser entero a dos amores: Jesús y María. Pone su vida al servicio de Jesús y de María. Les da su trabajo, el amor de su corazón y la ternura de sus cuidados. Les presta la fortaleza de sus brazos, todo lo que es y puede.

Señor, que podamos servirte (...) con un corazón puro como San José, que se entregó para servir a tu Hijo (cfr. Oración sobre las ofrendas). ¡Qué vida más plena la del Patriarca! ¡Cómo quiere a María! (cfr. Mt 1,16.18-21. 24ª: Evangelio de la Misa). Y ¡cómo obedece a Dios! ¡Hasta en sueños, o en mitad de la noche para irse a Egipto!
  
Llamaría la atención que San José estuviera triste casi siempre, quejoso enfadado o descontento con lo que le había tocado. ¡Qué raro sería que un cristiano se quejara de las exigencias de Dios! ¡O que las cosas del Señor o de sus servidores le molestasen! Tampoco tendría sentido que, teniendo a Jesús y a María, su felicidad dependiera de otras personas, de una buena comida, de un viaje, de los éxitos profesionales o apostólicos, del caso que le hagan, de la ropa que tiene o de si ha hecho o no deporte. Sería extraño que Dios no le añadiese nada y que, su felicidad dependiera de las circunstancias.

Debemos pedirle ayuda al santo Patriarca para vivir pendientes solo de Dios, santificando el trabajo y a los demás. Así es como se vive sereno. La santidad exige una lucha personal que no hace ruido y que cuesta sacrificio. A san José le costó hacer las cosas bien. Haría muchos sacrificios pequeños. Todos los días servía con ganas o sin ellas, con sueño o más descansado. Les dedicaría tiempo también a los del pueblo, tendría que soportar algún comentario de un cliente demasiado quisquilloso… Su día estaba lleno de pequeñas contrariedades que él aceptaba.

Hemos de pedirle ayuda para vivir así, como hacían los santos. Teresa de Jesús escribió sobre el Santo Patriarca: «No me acuerdo, hasta  ahora, haberle suplicado cosa que la haya dejado de hacer» (Libro de la vida, cap. VI).

Y la piedad de los cristianos se dirigen así: ¡José, a quien le fue concedido no sólo ver y oír al Dios, a quien muchos reyes quisieron ver y no vieron, oír y no oyeron, sino  también abrazarlo, vestirlo y custodiarlo! Ruega por nosotros, bienaventurado José".

Acudamos a José, dice san Josemaría; y, por él, a María; y, con los dos, a Jesús. Cogeos —¡bien cogidos!— de la mano de José y de María, y entonces veréis a Jesús.

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