Hasta en sueños
Leemos en el Evangelio de la
Misa del día de hoy cómo san José recibió la voluntad de Dios mediante un
sueño. Y sabemos por la Biblia que, al primero que llevó el nombre de José, sus
hermanos le decían al verle: -¡Ahí viene el soñador! Quizá todo los que
os llamáis así, de alguna forma, participáis de esa característica: sois
personas valientes, audaces, soñadores.
Conocemos que el Papa Francisco
tiene mucha devoción a san José, como gráficamente aparece en su escudo, que es
como su logotipo. Por eso no fue casualidad que el inicio solemne de su
pontificado fuese un 19 de marzo.
Es que Jorge Mario Bergoglio,
con diecisiete años de edad, descubrió su vocación en la iglesia de san José de
Buenos Aires. Por eso en el estudio personal del Papa, en la Residencia de
Santa Marta, hay una imagen muy querida por él desde que era rector del Colegio
Máximo: se trata de una imagen que representa a san José durmiendo. El Papa
quiso llevársela cuando se trasladó a Italia desde Argentina. El valor
simbólico de esta representación es grande. Hasta en sueños José recibe los
mensajes de Dios. Al santo Patriarca se le pueden aplicar las palabras de
la Escritura: Yo dormía, pero mi corazón estaba vigilante (Cant
5,2).
Francisco explicaba en uno de
sus viajes: “Yo
quiero mucho a San José, porqué es un hombre fuerte y de silencio. Y en mi
escritorio tengo una imagen de San José durmiendo. ¡Y durmiendo cuida a la
iglesia! ¡Sí! Lo puede hacer, lo sabemos. Y cuando tengo un problema, una
dificultad yo escribo un papelito y lo pongo debajo de San José. ¡Para que lo
sueñe! Esto significa: ¡para que rece por este problema!” (El 16 de enero
2015 a las familias reunidas en Manila)
José es el custodio fuerte y
tierno de la Familia, el hombre, que recibe y guarda los misterios de
Dios. Por eso, José también es el padre
y protector de la Iglesia y de todos los hombres y mujeres que la componemos.
También el Papa Benedicto le
tiene gran cariño, entre otras cosas porque en la pila bautismal le pusieron de
nombre Joseph. Precisamente el Cardenal Ratzinger contaba en una ocasión: “Hace poco pude ver en casa de unos amigos
una representación de san José que me ha hecho pensar mucho... Se ve una tienda
de campaña abierta, y junto a la puerta un ángel...
Dentro, José, está durmiendo,
pero vestido con la indumentaria de un peregrino, calzado con botas altas como
se necesitan para una caminata difícil. Duerme José, ciertamente, pero a la vez
está en disposición de oír la voz del ángel (Mt 2,13ss)...
Es la imagen de hombre que tiene
el corazón abierto para recibir lo que
el Dios vivo y su ángel le comuniquen. Dios nos habla a cada uno y se nos
muestra cercano.
Sin embargo, la mayoría de las
veces nos hallamos invadidos por inquietudes, y deseos de todas clases. Nuestro
interior está lleno, repleto de imágenes nuestra alma está cargada de
cachivaches, y es como una muralla de cosas
que impide oír la voz suave del Dios”.
Nuestro Padre y
Señor
José es el Padre de familia, que
nos enseña a escuchar, a estar atento a lo que nos rodea. San Josemaría que lo
quería mucho, aconsejaba: José era un gran cariño de Jesús. Procurad
tener una devoción tierna, fina, cariñosa. A mí, me gusta llamarle: nuestro
Padre y Señor.
José es nuestro Padre, y si se lo pedimos puede hacer que tratemos
comprensivamente a los de nuestra Familia. En esta situación de confinamiento
obligado, a consecuencia de la pandemia, puede ser que se multipliquen los
roces con los que tenemos al lado... En China después de estar tanto tiempo en
sus casas, dicen las estadísticas que han aumentado el número de divorcios...
Podemos dejarle a san José esos
pequeños desencuentros familiares, para que él los desdramatice y adormezca con su sueño. Y con
el paso del tiempo se conviertan en anécdotas divertidas que nos recuerden
estos días históricos, en los que hemos recibido la ayuda de Dios.
Pues sí, en los roces que
tenemos al tratar con la personas cercanas no hay por qué ver sistemáticamente
mala voluntad (tal y como nos inclinamos a hacer, con alguna frecuencia).
Cuando surgen problemas entre dos personas, es frecuente que ambas se apresuren
a hacer valoraciones morales la una de la otra. En realidad lo que hay de fondo
no son sino malentendidos o dificultades de comunicación.
Debido a nuestras distintas
formas de expresamos... y a lo que podríamos llamar nuestros filtros
psicológicos, a veces percibimos equivocadamente las intenciones de los demás.
Todos tenemos formas de ser distintas. Maneras de ver las cosas opuestas,
distintas sensibilidades... Y éste es un hecho que hay que reconocer con
realismo y aceptar con humor.
A algunos les encanta el orden y
el menor síntoma de desorden crea en ellos inseguridad. Hay otros que en un
ambiente excesivamente cuadriculado y ordenado se asfixian enseguida. Los
amantes del orden se sienten personalmente agredidos por quienes van dejándolo
todo en cualquier sitio. Por el contrario a la persona de temperamento
artístico le agobia quien exige, siempre y en todo, un orden perfecto... Y
enseguida echarnos mano de consideraciones morales, cuando no se trata más que
de diferencias de carácter. Todos padecemos una fuerte tendencia a alabar lo
que nos gusta y conviene a nuestro temperamento, y a criticar lo que no nos
agrada.
Los ejemplos serían
interminables. Y, si no se tiene esto en cuenta, nuestras familias correrán el
riesgo de convertirse en permanentes campos de batalla: entre los defensores
del orden y los de la libertad, entre los partidarios de la puntualidad y los
de la flexibilidad, los amantes de la calma y los del tumulto, los madrugadores
y los trasnochadores, los locuaces y los callados, y así sucesivamente.
De ahí la necesidad de aceptar a
los demás como son, para comprender que su sensibilidad no es idéntica a la
nuestra. Necesitamos ensanchar y domar nuestro corazón y nuestros pensamientos,
en consideración hacia los que no piensan como nosotros.
Una tarea complicada que nos
obliga a relativizar nuestra inteligencia, a hacernos pequeños y humildes; a
saber renunciar a ese “orgullo de tener razón” que tan a menudo nos impide
sintonizar con los otros.
Esta renuncia, que a veces
significa morir a nosotros mismos, cuesta terriblemente. Pero no tenemos nada
que perder... Es una suerte que nos contraríe la manera de ver las cosas de los
demás, pues así tendremos ocasión de salir de nuestra estrechez de miras para
abrimos.
A fin de cuentas, acabamos
recibiendo más de aquellos con quienes no nos entendíamos en un principio, que
de aquellos a los que nos unía cierta afinidad.
Porque si sólo tratamos a personas
de nuestra misma sensibilidad, esos otros valores distintos a los nuestros,
nunca nos haría descubrir nuevos horizontes...
Dios añadirá
En hebreo el nombre de José significa: Dios
añadirá. Le viene muy bien este nombre a san José. Responde realmente a su
vida. El Señor añadió a la suya, la de Jesús y la de María. Con ellos san José
vivió con plenitud, siendo a la vez, su existencia, muy normal.
Su papel en los planes de Dios fue clave. El
Señor pudo salvar a los hombres, en parte, por la vida ordinaria del padre de
Jesús. Éste es el criado fiel y solícito a quien el Señor ha puesto al
frente de su familia (Antífona entrada).
Dios añade siempre. No falla. Cuando hacemos
lo que nos dice, la vida nos cambia, se hace plena y no echamos de menos nada.
Pero, para eso, hay que hacer su voluntad.
Nos cuenta la primera lectura que Yavhé le
dijo al rey David que, si le construía una casa digna de él, donde pudiera
habitar, su dinastía duraría por siempre. Él constituirá una casa para mi
Nombre, y yo consolidaré el trono de su realeza para siempre (Libro de
Samuel 7,4-5: Primera lectura). Y así fue. David se lo creyó. Hizo posible la
casa de Dios, el Templo, y el Señor cumplió su promesa: nació Jesús y esa
dinastía durará por toda la eternidad, su linaje fue perpetuo (cfr. Sal 88:
responsorial). Con Abraham pasó algo parecido. San Pablo, en su Carta a los
Romanos, alaba su fe en Dios porque creyó contra toda esperanza. Y,
efectivamente, el Señor cumplió también su promesa (cfr. Rm 4,13. 16-18. 22: Segunda
lectura). Abraham, David y san José se lo creyeron, y Dios añadió: sacó
adelante el pueblo de Israel, el Templo y la Sagrada Familia.
Es difícil de creer, así, a simple vista, que
la redención se inició con la vida corriente de una familia, y en un sitio tan
poco importante como Nazaret. San José era el cabeza de esa Familia. Su vida
fue como la de tantos millones de hombres. Las mismas costumbres que sus
vecinos, comerían lo mismo, hablarían de muchas cosas comunes, etc.
Trabajaba, como cualquiera, para sacar
adelante a los suyos. Era un padre de familia como tantos otros. No vio los
milagros que hizo Jesús. Tampoco supo de las muchedumbres que le seguirían. Sus
evidencias para saber que Dios estaba salvando a la humanidad eran el
ruido de un serrucho, el trabajo acabado y bien hecho, el orden en su taller,
las preguntas que le hacía Jesús para saber cortar bien una pieza, o la voz de
María diciéndoles que fueran a comer...
De Jesús escucharía que se portaba
estupendamente, que era piadoso, amigo de sus amigos, servicial con todos, etc.
San José estaba orgulloso de Jesús. No había nada de espectacular o de sobrenatural,
en el sentido de que sucediera algo que diera de que hablar más allá del
ambiente de Nazaret. Tampoco san José esperaba que ocurriera nada de eso.
Y, sin embargo, nunca dudó de la grandeza de
su misión. Hizo lo que Dios le pidió, por eso el Señor añadió tanto.
Su vida fue plena. No se cambiaría por nadie.
Estaba con Dios de la mañana a la noche y de la noche a la mañana. No se acostumbró
nunca a tenerlo tan cerca. No se aburría con lo que hacía, aunque fuera siempre
lo mismo. Estaba contento.
No echaba de menos nada, ni se le pasó por la
cabeza otro tipo de vida. San José se repetiría muchas veces por dentro: ¡qué
suerte tengo! Él, que es un pobre artesano, entrega su ser entero a dos amores:
Jesús y María. Pone su vida al servicio de Jesús y de María. Les da su trabajo,
el amor de su corazón y la ternura de sus cuidados. Les presta la fortaleza de
sus brazos, todo lo que es y puede.
–Señor, que podamos servirte (...) con un
corazón puro como San José, que se entregó para servir a tu Hijo (cfr.
Oración sobre las ofrendas). ¡Qué vida más plena la del Patriarca! ¡Cómo quiere
a María! (cfr. Mt 1,16.18-21. 24ª: Evangelio de la Misa). Y ¡cómo obedece a
Dios! ¡Hasta en sueños, o en mitad de la noche para irse a Egipto!
Llamaría la atención que San José estuviera
triste casi siempre, quejoso enfadado o descontento con lo que le había tocado.
¡Qué raro sería que un cristiano se quejara de las exigencias de Dios! ¡O que
las cosas del Señor o de sus servidores le molestasen! Tampoco tendría sentido
que, teniendo a Jesús y a María, su felicidad dependiera de otras personas, de
una buena comida, de un viaje, de los éxitos profesionales o apostólicos, del
caso que le hagan, de la ropa que tiene o de si ha hecho o no deporte. Sería
extraño que Dios no le añadiese nada y que, su felicidad dependiera de las
circunstancias.
Debemos pedirle ayuda al santo Patriarca para
vivir pendientes solo de Dios, santificando el trabajo y a los demás. Así es
como se vive sereno. La santidad exige una lucha personal que no hace ruido y
que cuesta sacrificio. A san José le costó hacer las cosas bien. Haría muchos
sacrificios pequeños. Todos los días servía con ganas o sin ellas, con sueño o
más descansado. Les dedicaría tiempo también a los del pueblo, tendría que
soportar algún comentario de un cliente demasiado quisquilloso… Su día estaba
lleno de pequeñas contrariedades que él aceptaba.
Hemos de pedirle ayuda para vivir así, como
hacían los santos. Teresa de Jesús escribió sobre el Santo Patriarca: «No me
acuerdo, hasta ahora, haberle suplicado cosa que la haya dejado de hacer»
(Libro de la vida, cap. VI).
Y la piedad de los cristianos se dirigen así:
¡José, a quien le fue concedido no sólo ver y oír al Dios, a quien
muchos reyes quisieron ver y no vieron, oír y no oyeron, sino
también abrazarlo, vestirlo y custodiarlo! Ruega por nosotros,
bienaventurado José".
Acudamos
a José,
dice san Josemaría; y, por él, a María; y, con los dos, a Jesús. Cogeos
—¡bien cogidos!— de la mano de José y de María, y entonces veréis a Jesús.
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