viernes, 13 de marzo de 2020

DIOS SEDIENTO




El hombre está sediento

La primera idea que podemos considerar es que nosotros somos personas sedientas. Tenemos deseos de ser felices y es difícil que las cosas de esta tierra nos llenen completamente. Nuestro anhelo es de un amor infinito. Las personas jóvenes entienden perfectamente esta sed de una felicidad que dure siempre.

El Evangelio nos cuenta la historia de una mujer que se encontró con Jesús junto a un pozo, cuando ella iba a llenar su cántaro. No hay nada tan necesario para la vida que el poder beber. San Juan es el que relata ese pasaje y nos dice que Jesús le habló de un surtidor de agua que salta hasta la vida eterna (Jn, 4, 5-42: Evangelio de la Misa).

Ese surtidor viene a significar lo más profundo que puede salir del corazón del hombre. Explica que Dios nos ha creado con la capacidad de amar en esta vida y que ese amor nunca muere, sino que salta a la otra vida.

Por eso podemos pedir: Dame de ese Agua, que nace aquí en la tierra pero que no acaba aquí. Oculto en nuestro interior se encuentra ese pequeño manantial que procede de Dios (cfr. Rom 5, 1-2. 5-8: segunda lectura de la Misa).

El hombre es un ser sediento, que nunca se satisface con lo que tiene, igual que el Pueblo de Israel cuando peregrinaba por el desierto (cfr. Ex 17, 3-7: primera lectura de la Misa).

El que posee cosas de la tierra es como el que bebe y vuelve a tener sed: nada de esta vida satisface plenamente... Solo Dios puede llenar ese deseo insaciable, eterno. Por eso puede decir Teresa de Jesús: solo Dios basta. Porque en realidad nosotros estamos sedientos de un cariño que dure siempre. Y eso solo puede concederlo un Amor infinito que nos quiera también con un corazón humano: ese es Jesús.

Dios está sediento

La segunda idea es que Dios también es un Ser sediento de nuestro amor. Dios nos busca. Quiere hacer llegar su Amor a nosotros. Pero hay un obstáculo, el pecado. De lo que hagamos con el pecado dependerá nuestro encuentro con Él: en el Evangelio se nos relata uno.

Una mujer casualmentese encontró con Jesús y decidió rehacer su vida (cfr. Jn 4, 1-45). La historia tan conocida la podemos contar así: Jesús iba de camino y tenía que pasar por Samaria. Y se paró a las afueras de un pueblo, junto a un pozo.

El Señor, agotado del camino, estaba allí sentado. Eran más o menos las doce del medio día. Parece que está descansando, es cierto. Pero también a la espera, pacientemente: como ahora hace en el sagrario.

Llega una mujer a sacar agua. No fue casual. Los discípulos se fueron al pueblo a por comida y le dejaron sentado junto al brocal. Pero en realidad lo que Jesús quiere es encontrarse con esa persona.

Y llegó la samaritana a sacar agua. Va con sus preocupaciones, con el cántaro, pero también con sus asuntos en la cabeza. Igual que cada uno de nosotros, que vamos a la oración con nuestras cosas, es inevitable, son las del día, las que nos tienen ocupados.

Y Jesús le dice: Dame de beber, le habla de lo que ella tiene entre manos, nunca mejor dicho. Pues era la forma de entablar el diálogo... Jesús es la Verdad, no engaña con esa petición, estaría cansado y sediento... pero también lo hace por ella, sobre todo por ella. Porque tiene sed de su salvación. Y empieza por lo que a la samaritana le preocupa en ese momento.

Porque al Señor lo nuestro le interesa, pero de verdad, como le interesa a una persona sedienta el agua. Al decirnos a cada uno: Dame de beber, convierte nuestras cosas corrientes” en Suyas. Porque tiene verdadera sed de lo que nos preocupa. Lo nuestro es suyo: nuestras preocupaciones, nuestras alegrías y nuestras penas...

Como sus discípulos se habían ido al pueblo, están solos la mujer y Jesús. Igual nosotros. Cuando vamos a rezar, aunque haya más gente, estamos solos con Dios. Si queremos, se abre un canal de comunicación invisible entre Dios y cada uno.

Jesús toma la iniciativa como siempre, sin imponerse. Dame de beber, le dice. Y aquella mujer podría haberle ignorado... ¡Cuántas veces estamos en la oración pensando en otras cosas y sin darnos cuenta, ignorando a Jesús!

Pero la samaritana le contentó: ¿Cómo tú, siendo judío, me pides de beber a mí, que soy samaritana? (porque los judíos no se trataban con los samaritanos).

La mujer sabe que según las tradiciones, Jesús se contaminaría al usar un vaso que perteneciese a ella. Por eso le pregunta cómo puede darle de beber. Porque los samaritanos eran despreciados por los judíos (estaban muy mal considerados porque habían abandonado las tradiciones de Moisés).

Jesús le responde: Si conocieras el don de Dios, y quién es el que te dice dame de beber, le pedirías tú, y él te daría agua viva.

¡Si supiéramos quién está realmente en el sagrario...! Le pediríamos y Él nos daría lo que realmente necesitamos: vida interior, agua viva.

La mujer le dice: Señor, si no tienes cubo, y el pozo es hondo, ¿de dónde sacas el agua viva?, ¿eres tú más que nuestro padre Jacob, que nos dio este pozo, y de él bebieron él y sus hijos y sus ganados?

En nuestro caso podríamos decir: –Señor, ¿cómo puedes tú resolverme mis problemas estando en el sagrario? Yo necesito a alguien que me solucione un asunto de trabajo o que cure la enfermedad de un familiar, o que me devuelva la ilusión en mi proyecto...

Jesús contesta a la mujer: El que bebe de esta agua vuelve a tener sed; pero el que beba del agua que yo le daré nunca más tendrá sed...

Mira -parece que nos dice- cuando soluciones ese problema del trabajo, o recupere la salud esa persona o salga el proyecto que tienes en la cabeza, vendrán otras cosas, otros problemas, siempre habrá algo...

Dificultades y contratiempos siempre vamos a tener. Lo que nos interesa es encontrar a Dios en esas dificultades y contratiempos.

Señor -le dice ella- dame de esa agua: así no tendré más sed, ni tendré que venir aquí a sacarla.

La mujer lo tiene claro. Tú y yo tantas veces lo tenemos claro. Nos interesa tener el agua del Amor de Dios, que nos permite vivir cristianamente. Quiero a Jesús, quiero seguirle, quiero... Pero no somos capaces. Hay algo que nos frena.

El pecado

Entonces Jesús, destapa la realidad de aquella mujer y le dice: Anda, llama a tu marido y vuelve.

El único mal, el único obstáculo para vivir como Jesús nos propone es este: el pecado. Qué difícil es darse cuenta de esto. Por eso escribe san Josemaría: No olvides, hijo, que para ti en la tierra solo hay un mal, que habrás de temer, y evitar con la gracia divina: el pecado. (Camino n. 386).

Temer... ¿por qué temor? Porque sabemos lo que es y el auténtico mal para nosotros y los que nos rodean. El pecado es una elección de sí mismo contra Dios” (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 397).

A veces es difícil darse cuenta de que con nuestro comportamiento estamos yendo contra Dios. Y nuestro Enemigo intenta que pensemos que no hacemos mal a nadie con nuestro comportamiento. Por eso la mujer responde con sencillez: No tengo marido.

Jesús le dice: Tienes razón, que no tienes marido: has tenido ya cinco, y el de ahora no es tu marido. En eso has dicho la verdad.

En principio, el mero hecho de haber tenido múltiples maridos no es que fuese pecado. Podían haber muerto los cinco por causas varias: enfermedad, asesinados por bandoleros o en la guerra. El hecho es que el hombre con el que vivía ahora no era su marido. Se encontraba en una situación irregular, alejada de Dios. Tendría que esconderse de los vecinos, quizá por eso acude a buscar agua a una hora que no era la habitual. La mujer le dice: Señor, veo que tú eres un profeta.

Lo que es seguro, y esto es lo importante, es que Jesús le dijo todo sobre ella... El Señor era consciente de lo que lo le estaba pasando. Si hablamos con Él, si abrimos ese canal invisible” de la oración, sale nuestra verdad más intima y nos hace mejores. El trato sincero con Jesús a través de la oración nos ayuda a reconocer lo que somos... pecadores.

En un libro entrevista al Papa Francisco (El nombre de Dios es misericordia) el periodista le pregunta: Usted dijo durante una homilía en Santa Marta:’¡Pecadores sí, corruptos no!. ¿Qué diferencia hay entre pecado y corrupción?

Y Francisco responde: La corrupción es el pecado que, en lugar de ser reconocido como tal y de hacernos humildes, es elevado a sistema, se convierte en una costumbre mental, una manera de vivir. Ya no nos sentimos necesitados de perdón y de misericordia, sino que justificamos nuestros comportamientos y a nosotros mismos.

(...) El corrupto es aquel que peca y no se arrepiente, el que peca y finge ser cristiano, y con su doble vida escandaliza. El corrupto no conoce la humildad, no se considera necesitado de ayuda y lleva una doble vida. (...) El corrupto se cansa de pedir perdón y acaba por creer que no debe pedirlo más”.

Dios nos busca. Quiere hacernos felices. Quiere que abandonemos nuestra vida de pecado. Quizá no de grandes faltas, pero sí de mediocridad espiritual. Lo que el Apocalipsis llama tibieza: ni frío ni caliente (cfr. Ap 3, 16). Y nuestra responsabilidad consiste en conectar con Dios, para que Él haga el resto.

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