El hombre está sediento
La primera idea
que podemos considerar es que nosotros somos personas sedientas. Tenemos deseos
de ser felices y es difícil que las cosas de esta tierra nos llenen
completamente. Nuestro anhelo es de un amor infinito. Las personas jóvenes
entienden perfectamente esta sed de una felicidad que dure siempre.
El Evangelio nos
cuenta la historia de una mujer que se encontró con Jesús junto a un pozo,
cuando ella iba a llenar su cántaro. No hay nada tan necesario para la vida que
el poder beber. San Juan es el que relata ese pasaje y nos dice que Jesús le
habló de un surtidor de agua que salta hasta la vida eterna (Jn,
4, 5-42: Evangelio de la Misa).
Ese surtidor
viene a significar lo más profundo que puede salir del corazón del hombre.
Explica que Dios nos ha creado con la capacidad de amar en esta vida y que ese
amor nunca muere, sino que salta a la otra vida.
Por eso podemos
pedir: Dame de ese Agua, que nace aquí en la tierra pero que no acaba
aquí. Oculto en nuestro interior se encuentra ese pequeño manantial que procede
de Dios (cfr. Rom 5, 1-2. 5-8: segunda lectura de la Misa).
El hombre es un
ser sediento, que nunca se satisface con lo que tiene, igual que el Pueblo de
Israel cuando peregrinaba por el desierto (cfr. Ex 17, 3-7: primera
lectura de la Misa).
El que posee
cosas de la tierra es como el que bebe y vuelve a tener sed: nada de esta vida
satisface plenamente... Solo Dios puede llenar ese deseo insaciable, eterno.
Por eso puede decir Teresa de Jesús: solo Dios basta. Porque en realidad
nosotros estamos sedientos de un cariño que dure siempre. Y eso solo puede
concederlo un Amor infinito que nos quiera también con un corazón humano: ese
es Jesús.
Dios está sediento
La segunda idea
es que Dios también es un Ser sediento de nuestro amor. Dios nos busca. Quiere
hacer llegar su Amor a nosotros. Pero hay un obstáculo, el pecado. De lo que
hagamos con el pecado dependerá nuestro encuentro con Él: en el Evangelio se
nos relata uno.
Una mujer “casualmente” se encontró con
Jesús y decidió rehacer su vida (cfr. Jn 4, 1-45). La historia tan
conocida la podemos contar así: Jesús iba de camino y tenía que pasar por
Samaria. Y se paró a las afueras de un pueblo, junto a un pozo.
El Señor, agotado
del camino, estaba allí sentado.
Eran más o menos las doce del medio día. Parece que
está descansando, es cierto. Pero también a la espera,
pacientemente: como ahora hace en el sagrario.
Llega una mujer a
sacar agua. No fue casual. Los discípulos se fueron al pueblo a por comida y le
dejaron sentado junto al brocal. Pero en realidad lo que Jesús quiere es
encontrarse con esa persona.
Y llegó la
samaritana a sacar agua. Va con sus preocupaciones, con el cántaro, pero también con sus
asuntos en la cabeza. Igual que cada uno de nosotros, que vamos a la oración
con nuestras cosas, es inevitable, son las del día, las que nos tienen
ocupados.
Y Jesús le dice: Dame de beber, le habla de lo que ella tiene entre manos, nunca mejor dicho.
Pues era la forma de entablar el diálogo... Jesús es la Verdad, no engaña con esa petición,
estaría cansado y sediento... pero también lo hace por ella, sobre todo por ella. Porque
tiene sed de su salvación. Y empieza por lo que a la samaritana le preocupa en
ese momento.
Porque al Señor
lo nuestro le interesa, pero de verdad, como le interesa a una persona
sedienta el agua. Al decirnos a cada uno: Dame de beber,
convierte nuestras cosas “corrientes” en Suyas.
Porque tiene verdadera sed de lo que nos preocupa. Lo nuestro es suyo: nuestras
preocupaciones, nuestras alegrías y nuestras penas...
Como sus discípulos
se habían ido al pueblo, están solos la mujer y Jesús. Igual nosotros. Cuando
vamos a rezar, aunque haya más gente, estamos solos con Dios. Si queremos, se
abre un canal de comunicación invisible entre Dios y cada uno.
Jesús toma la iniciativa como siempre, sin
imponerse. Dame de beber, le dice. Y aquella mujer podría haberle ignorado... ¡Cuántas
veces estamos en la oración pensando en otras cosas y sin darnos cuenta,
ignorando a Jesús!
Pero la
samaritana le contentó: ¿Cómo tú, siendo judío, me pides de beber a mí, que
soy samaritana? (porque los judíos no se trataban con los samaritanos).
La mujer sabe que
según las tradiciones, Jesús se contaminaría al usar un vaso que perteneciese a
ella. Por eso le pregunta cómo puede darle de beber. Porque los samaritanos
eran despreciados por los judíos (estaban muy mal considerados porque habían
abandonado las tradiciones de Moisés).
Jesús le responde: Si conocieras el don de Dios, y
quién es el que te dice “dame de beber”, le pedirías tú, y él te daría agua viva.
¡Si supiéramos quién está realmente en el sagrario...! Le pediríamos y Él nos daría lo que realmente necesitamos: vida
interior, agua viva.
La mujer le dice:
Señor, si no tienes cubo, y el pozo es hondo, ¿de dónde sacas el agua viva?,
¿eres tú más que nuestro padre Jacob, que nos dio este pozo, y de él bebieron él y sus hijos y
sus ganados?
En nuestro caso
podríamos decir: –Señor, ¿cómo puedes tú resolverme mis problemas estando en
el sagrario? Yo necesito a alguien que me solucione un asunto de trabajo o que
cure la enfermedad de un familiar, o que me devuelva la ilusión en mi
proyecto...
Jesús contesta a la mujer: El que bebe de esta
agua vuelve a tener sed; pero el que beba del agua que yo le daré nunca más tendrá sed...
–Mira -parece
que nos dice- cuando soluciones ese problema del trabajo, o recupere la salud
esa persona o salga el proyecto que tienes en la cabeza, vendrán otras cosas,
otros problemas, siempre habrá algo...
Dificultades y
contratiempos siempre vamos a tener. Lo que nos interesa es encontrar a Dios en
esas dificultades y contratiempos.
Señor -le dice ella- dame de esa agua: así no tendré más sed, ni
tendré que venir aquí a sacarla.
La mujer lo tiene
claro. Tú y yo tantas veces lo tenemos claro. Nos interesa tener el agua del
Amor de Dios, que nos permite vivir cristianamente. Quiero a Jesús, quiero
seguirle, quiero... Pero no somos capaces. Hay algo que nos frena.
El pecado
Entonces Jesús,
destapa la realidad de aquella mujer y le dice: Anda, llama a tu marido y
vuelve.
El único mal, el único obstáculo
para vivir como Jesús nos propone es este: el pecado. Qué difícil es darse
cuenta de esto. Por eso escribe san Josemaría: No olvides, hijo, que para ti
en la tierra solo hay un mal, que habrás de temer, y evitar con la gracia
divina: el pecado. (Camino n. 386).
Temer... ¿por qué temor? Porque
sabemos lo que es y el auténtico mal para nosotros y los que nos rodean. El pecado es una “elección de sí mismo contra
Dios” (Catecismo de la Iglesia Católica,
n. 397).
A veces es difícil
darse cuenta de que con nuestro comportamiento estamos yendo contra Dios. Y
nuestro Enemigo intenta que pensemos que no hacemos mal a nadie con nuestro
comportamiento. Por eso la mujer responde con sencillez: No tengo marido.
Jesús le dice: Tienes razón, que no tienes
marido: has tenido ya cinco, y el de ahora no es tu marido. En eso has dicho la
verdad.
En principio, el
mero hecho de haber tenido múltiples maridos no es que fuese pecado. Podían
haber muerto los cinco por causas varias: enfermedad, asesinados por bandoleros
o en la guerra. El hecho es que el hombre con el que vivía ahora no era su
marido. Se encontraba en una situación irregular, alejada de Dios. Tendría que
esconderse de los vecinos, quizá por eso acude a buscar agua a una hora que no
era la habitual. La mujer le dice: Señor, veo que tú eres un profeta.
Lo que es seguro,
y esto es lo importante, es que Jesús le dijo todo sobre ella... El Señor era consciente
de lo que lo le estaba pasando. Si hablamos con Él, si abrimos ese “canal invisible” de la
oración, sale nuestra verdad más intima y nos hace mejores. El trato sincero con Jesús a través de la
oración nos ayuda a reconocer lo que somos... pecadores.
En un libro
entrevista al Papa Francisco (El nombre de Dios es misericordia) el
periodista le pregunta: “Usted
dijo durante una homilía en Santa Marta:’¡Pecadores sí, corruptos no!’. ¿Qué diferencia hay
entre pecado y corrupción?”
Y Francisco responde:
“La corrupción es el pecado que, en
lugar de ser reconocido como tal y de hacernos humildes, es elevado a sistema,
se convierte en una costumbre mental, una manera de vivir. Ya no nos sentimos
necesitados de perdón y de misericordia, sino que justificamos nuestros
comportamientos y a nosotros mismos.
(...) El
corrupto es aquel que peca y no se arrepiente, el que peca y finge ser
cristiano, y con su doble vida escandaliza. El corrupto no conoce la humildad,
no se considera necesitado de ayuda y lleva una doble vida. (...) El corrupto
se cansa de pedir perdón y acaba por creer que no debe pedirlo más”.
Dios nos busca.
Quiere hacernos felices. Quiere que abandonemos nuestra vida de pecado. Quizá no de grandes faltas, pero sí de mediocridad
espiritual. Lo que el Apocalipsis llama tibieza: ni frío ni caliente (cfr. Ap 3, 16). Y nuestra responsabilidad consiste en conectar con Dios,
para que Él haga el resto.
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