Fiarse de uno mismo o fiarse de Dios
Tenemos que hablar de fe. Y nos puede pasar como a aquella
niña que le preguntaron sobre esta virtud cristiana. Ella contestó en el
examen: La fe es aquello que Dios nos da para entender a los curas.
Por eso voy a pedirle al Señor que sepa explicar esta
virtud que es tan importante en el día a día. La cosa es así: en nuestra vida
se presenta una disyuntiva: fiarnos de nosotros mimos o fiarnos de Dios.
Normalmente esta elección consiste en cosas pequeñas, pocas veces aparece en
cuestiones de importancia. Para tener fe hay que fiarse del Otro con mayúscula.
No querer tener todo controlado por nosotros mismos. Hay cosas que queremos
tener «amarradas» pero que no sea por falta de fe.
Hay gente que quiere tener todo «controlado» debido
a una enfermedad. En ese caso que le vamos a hacer, pero hay también personas que amarran todo por falta de visión
sobrenatural, porque no acaban de fiarse de nuestro Señor.
Dile: –Me fio de ti.
Quizá oímos en nuestro corazón aquello del salmo: deja
tus preocupaciones en el Señor y el te sostendrá.
Es curioso como el oído y la lengua están conectados.
Parece que no tiene mucho que ver el oído con la lengua… que se lo pregunten a
los otorrinolaringólogos. Desde luego en la vida espiritual están conectados, porque sabemos que «no hay peor sordo que el que no quiere ver». Sucede que uno no escucha a Dios porque antes no ha
querido verle.
Hace ya muchos años, un conocido literato español dejó escrito
algo asombroso. Siendo adolescente se le ocurrió un día, al volver de comulgar
abrir el evangelio al azar y poner el dedo sobre un pasaje. ¿Sabes cuál le salió? Te lo leo: «Id y predicad el Evangelio por todas partes».
Le produjo una profunda impresión, entendió que era como un mandato de que se entregara totalmente a
Dios. Pero pensó algo así como: «si sólo
tengo 15 años y, además, tengo novia. Demasiada casualidad, se dijo, ha sido
todo muy rápido…»
Y decidió probar otra vez. Abrió la Escritura y leyó: «Ya os lo he dicho y no habéis atendido ¿por qué lo queréis
oir otra vez?» (cfr. Carta de Miguel de Unamuno el 25 de marzo de 1898 a
su amigo Jiménez Ilundain en Literatura del siglo XX y cristianismo. Charles Moëller, p. 71 y 72).
El pasaje que leyó Miguel de Unamuno era precisamente el
del ciego de nacimiento al que curó el Señor. Y los fariseos se negaban a creer
que había habido un milagro (cfr. Jn 9, 1ss).
Con este escritor dejó de creer, se declaraba agnóstico.
Poco a poco fue perdiendo ese diálogo con el Señor. Y cuando uno va por el
mundo sin Dios, va a ciegas.
Sin embargo el ciego de nacimiento como se fió de Dios escuchó la voz de Jesús. Pues a este literato le ocurrió lo contrario: se quedó ciego con el
pasaje que leyó.
Así poco a poco no solo se va perdiendo la vista sino también el gusto por las cosas de Dios, y va faltando el
tacto para tratar a los demás. Una persona que funciona así, funciona por
el contacto, acaba impactándose con algo o con alguien.
Sin visión sobrenatural, sin querer escuchar a Dios acaba
uno desconcertado. Al principio quizás no, pero sucede cuando en la vida llegan
acontecimientos duros que no no espera.
Sin visión sobrenatural la Iglesia parecería una asociación clerical a la que por desgracia
tendríamos que estar
unidos. Sin fe no se entiende nada. Nuestra
vocación no tiene ningún sentido si no se ve a Dios detrás.
El ciego de nacimiento
La falta de fe de algunos, a veces, es un poco chocante. Eso se ve con
claridad en el Capítulo
9 de san Juan. Aquí se nos cuenta la curación de ese ciego de nacimiento, del que venimos hablando.
Este milagro desconcertó y enfadó a algunos que no tenían fe en Jesús,
porque lo había realizado en sábado, el día
del descanso judío. Se creían seres tan superiores
que había que pedirles permiso a ellos para hacer el bien. Es absurdo: un hecho
bueno no puede provenir sino de Dios.
Pero aquellos hombre como no quieren creer en Jesús, tampoco ven la
realidad de ese
hecho prodigioso. Y
por eso intentan buscar una explicación donde no la hay.
Primero le preguntan al que era ciego: ¿cómo te ha curado? Y él les contesta: Me puso barro en los ojos me lavé y veo. Como siguen sin creer, entonces interrogan
a sus padres, pero ellos no saben nada.
La solución la da Jesús cuando se encuentra con el
ciego a solas. Le dice: –¿Crees en el Hijo del Hombre? Él contestó: –Y ¿quién es, Señor, para que crea en Él? Jesús le dijo: –Lo estás viendo: el que te está hablando, ese es. Él dijo: –Creo, Señor.
Creyó en el Señor y empezó a ver lo que antes no veía. La realidad se le presentaba
distinta, sin tinieblas.
–Señor, danos esa luz, auméntanos la fe.
Jesús no sólo le dio la luz natural sino la
sobrenatural. Empezó a
caminar por el mundo como hijo de la luz (Ef 5,8), viendo las cosas con los
ojos de la fe.
Podemos repetirle ahora, al Señor, las palabras del ciego cuando empezó
a ver: Creo, Señor
(Jn 9, 38).
La falta de fe es la peor ceguera, y lo peor que nos puede pasar en
esta vida. No creer, no contar con Dios es un engaño. Lo que parece real no lo
es.
A veces, la vida en esta tierra se ha comparado con una comedia en la
que cada uno representa un papel. Y sucede, en el teatro o en el cine, que lo
que allí se
desarrolla no es real, aunque lo parezca.
El que actúa
de rey, una vez acabada la función deja su corona, y se toma un bocadillo en un bar. Y lo mismo el que
hace de mendigo, puede ganar millones por su actuación. Por eso, se compara nuestra
vida con el arte dramático:
detrás de las cámaras y de la tramoya está la realidad, pero no en el escenario, allí
todo es apariencia.
Ya lo decía
un conocido actor y escritor inglés: “Todo el
mundo es un escenario y todos los hombres y mujeres no son sino actores”.
La gracia del asunto es que, mientras más real parece lo del escenario, más falso es.
Muchas veces, a nosotros nos pasa lo mismo en la vida diaria. Estamos
tan metidos en las cosas, que tenemos un encuadre que no es real, que nos puede
parecer definitivo, pero que no lo es porque no está Dios.
No te fijes en las apariencias nos dice el Señor por boca del
profeta (1 Sam 16, 7).
La realidad de nuestra vida, de cada persona sólo la puede conocer Dios, que es
el que mira las cosas fuera del tiempo. Y mira, no el papel que uno representa,
sino que el Señor ve el corazón (Idem).
Es un hecho que nuestra vida la está viendo constantemente Dios. Nosotros no le vemos a Él porque está como escondido, pero nos ve y nos oye, como ahora desde la oscuridad
del sagrario.
Cuando va al cine, está todo oscuro y
nada parece real salvo la película que estás
viendo. Todo lo de alrededor es como si fuera un gran vacío. Pero, justamente en esa
oscuridad está la realidad, las personas de
verdad. Allí, el
mundo real está oscuro, parece que no existe. En
cambio, el irreal, el que aparece en la película, parece el verdadero.
El Señor nos podría decir: en el cine ves y oyes a personas que no están
allí. Pero Yo
siempre estoy contigo aunque no me veas. Lo difícil no es creer esto, lo difícil es darse cuenta de que el Señor está siempre a nuestro lado. Ver las cosas como
las ve Él. Por eso nos repite: No te
fijes en las apariencias, porque lo verdadero es ver la realidad como la ve
Él.
Que yo vea con tus ojos
–Que yo vea con tus ojos... pedía san Josemaría. En
eso consiste la luz de la fe. Con la fe tenemos la luz de Dios. Precisamente el
Señor se encarnó para
darnos esa visión
sobrenatural.
Una visión que
traspasa la oscuridad y que nos deja ver más allá de las apariencias. Nos deja verle a Él en las cosas que hacemos. Es entonces cuando todo adquiere sentido.
Lo que da sentido a una película, a los actores, es precisamente el público que la está viendo. Sin el público todo aquello no sirve... Porque lo real, lo importante no es lo
que yo piense, sino lo que piensa Dios sobre las cosas, las personas, los
acontecimientos de mi vida.
¡Qué pena no tener fe! Sin fe no ves el sentido de la vida. Lo mismo
que la ceguera impide ver el relieve, los colores, un agnóstico, no sabe, ni ve lo fundamental.
Jesús da luz. A
veces es un poco misterioso, pero te hace ver cosas, mejorar. Pasa como con la
electricidad. De manera que uno no puede explicar cómo le das a un interruptor
y se enciende una bombilla.
Jesús nos da
una luz nueva que nos hace vivir de distinta manera, viendo la realidad de las
cosas. Vivir así,
bajo la luz de la fe nos llena alegría y optimismo.
María vio siempre la realidad con la luz de la
fe. Cada día era
distinto, aunque siempre representara el mismo papel: limpiar la casa, ir por
agua, cocinar, colocar unas flores… Sabía que Dios estaba detrás de cada acontecimiento. Y
aunque otros, en Israel, estaban ciegos y no se daban cuenta, ella veía.
Por eso corrigiendo al poeta, podemos decir:
Dale limosna, mujer
que no hay en la vida nada
como la pena de ser
ciego en España.
No hay comentarios:
Publicar un comentario