domingo, 13 de enero de 2019

EL CIELO SE RASGÓ



Un padre de la Iglesia explica que esta fiesta del Bautismo del Señor está muy unida a la de la Navidad (cfr. San Máximo de Turín, Sermón en la Epifanía 100,1,3).

Y también forma una unidad junto con la Epifanía, que es la manifestación de Dios a los gentiles, representados por los Magos de Oriente.

Termina así el tiempo de Navidad con el Bautismo del Señor, en el que parece que se rasga el cielo y se manifiesta la Persona y misión de Jesús.

Es un momento de gran importancia porque en el rio Jordán es públicamente aclamado como Hijo de Dios por el Padre del cielo. Y consagrado por el Espíritu Santo, como Rey, Sacerdote y Profeta (cfr. San Máximo de Turín, Sermón en la Epifanía 100,1,3).

También los cristianos en nuestro bautismo somos ungidos de igual forma, y hechos hijos de Dios, aunque sigamos siendo humanos, nuestro Padre ha querido que participemos de su naturaleza divina. Y en la ceremonia de nuestra bautismo “celebramos” nuestra adopción por parte de Dios.

Uno de los últimos papas nos decía que el celebraba el día de su bautismo tanto o más como el de su cumpleaños, y se entiende: porque es el día del verdadero nacimiento.

Los Evangelios indican que, al salir Jesús del agua, el cielo se rasgó (Mc), se abrió (Mt y Lc); y todos escriben que el Espíritu descendió sobre Él como una paloma.

Y además se oyó una voz del cielo que, según san Marcos y san Lucas, se dirige a Jesús: Tú eres mi hijo...; y según san Mateo, se dijo de él: Éste es mi hijo, el amado, mi predilecto (3, 17).

En esta escena hay que destacar que el cielo está abierto sobre Jesús. Su unión con la voluntad del Padre –que le lleva a cumplir toda justicia– abre el cielo. Y por su propia esencia el cielo es precisamente donde se cumple la voluntad de Dios, que es siempre amorosa, y por eso es un estado de inmensa felicidad.

Además de abrirse el cielo, Dios Padre proclama que Jesús «es» el Hijo predilecto, que siempre le da satisfacciones. Precisamente la importancia de Jesús está en su «ser» Hijo: del que proviene su misión de Salvador, que viene indicada perfectamente el nombre que se le impuso: Yehsuah, «Dios que salva».

También la misión de los cristianos, nuestra vocación, la realización práctica de lo que Dios nos pide, tiene que estar fundada en que somos hijos de Dios. Este tiene que ser el fundamento de nuestra acción.

Escribe un autor espiritual sobre la frecuente «crisis de los cincuenta», que después de pasar años volcados en el activismo, a los cincuenta nos encontramos con un gran vacío interior, pues hemos vivido en el «hacer», olvidando nuestra verdadera identidad: la de un hijo de Dios amado no por lo que hace, sino por lo que «es».

Conviene estar en la realidad somos unos seres necesitados, pero también somos hijos de Dios. Ahí tiene que anclarse nuestra esperanza. Porque  la esperanza no es todo, necesita de una verdad en la que apoyarse. Somos hijos de un Padre misericordioso, este es nuestro apoyo, y a veces nuestro único apoyo.

Y en la escena del bautismo encontramos que junto con el Hijo, también aparece el Padre y el Espíritu Santo. Así se anticipa el anuncio de que en Dios hay tres Personas, cosa que se manifestará en profundidad en el transcurso completo de  vida de Jesús.

Y precisamente este comienzo de la vida pública enlazará con aquellas palabras del final, cuando Jesús resucitado envía a sus discípulos a recorrer el mundo: Id y haced discípulos de todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo (Mt 28, 19). 

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