Últimas
conversaciones
Todos los que hemos sufrido en estos días,
queremos volver a nuestra vida normal. Y la cosa se ha organizado por fases
hasta que lleguemos a una situación sin excesivos riesgos, que llaman “nueva
normalidad”, pero que en realidad lo que querríamos es volver es a la vida de
antes, no otra distinta y nueva.
Los apóstoles después de la pasión, una vez
que resucitó el Señor, se dieron cuenta que a partir de entonces su vida no iba
a ser igual que antes: Jesús había preparado unas fases de desescalada hasta el
momento de marcharse. Fue entonces cuando inaguró una nueva normalidad en la
vida de sus amigos. Todos hubieran preferido que la cosa volviera a ser como
antes, pero no fue así.
Jesús, después de su resurrección, estuvo
preparando a sus apóstoles para la tarea que debían realizar en esa nueva
normalidad. Por espacio de cuarenta días fue visto por ellos y les habló de
las cosas concernientes al reino de Dios (Act 1, 3).
No sería ya el tiempo de concederles gracias
especiales sino de dar indicaciones para el gobierno y desarrollo de la
Iglesia.
Algo similar ocurre en la época que nos ha
tocado vivir. Ciertamente se da algún milagro, pero no suele ser una realidad
tan corriente, como sucedió durante la vida pública de Jesús.
También hoy los milagros son excepcionales.
El Señor nos escucha pero no hace milagrerías, sino que nos ayuda en la vida
corriente para hacer mejor nuestras obligaciones.
Ahora el Señor nos pide la misión de llevar
a cabo su Iglesia en este tiempo. Somos nosotros los continuadores de aquellos
que escuchaban hablar a Jesús después de la resurrección.
En Israel, la cuarentena tiene un cierto
simbolismo. Moisés había ayunado
unos días antes de promulgar la ley; Elías ayunó cuarenta días antes de la
restauración de la ley; y ahora, al cabo de cuarenta días de haber resucitado,
el Señor dejó asentada la nueva ley del evangelio.
Y aquellos cuarenta días fueron de trato de Jesús con los
apóstoles. El Señor les habló de lo divino y de lo humano: como ocurre en
nuestra oración. La conversación con Él en esos ratos, nos ayuda a asentar la
ley del evangelio en nuestra vida. Aunque no sea de modo milagroso sino a
través de los muchos argumentos que el Señor nos inspira.
Además san Josemaría, al hablar de las
tertulias, esas conversaciones familiares, en las que trataban de temas de la
vida corriente, y que él aprovechaba para sacar punta espiritual de esos
asuntos, él decía que se parecían a estas últimas conversaciones de Jesús con
sus amigos.
Por eso para san Josemaría, el santo de lo
ordinario, las charlas de familia eran como ratos de meditación. Y los que
tuvimos la oportunidad de asistir a esas tertulias nos dábamos cuenta de que
estaba haciendo oración mientras hablaba con nosotros.
En realidad todo se puede convertir en trato
con Dios, pero especialmente esos momentos de vida de familia. En los que
evitamos las discusiones, somos respetuosos con los demás e intentamos ser
simpáticos. Y por supuesto, al sentir muy cerca al Señor, hablamos en su
presencia. Y así, aunque tratemos de temas intrascendentes, se notará que Jesús está en medio de
nosotros.
Último gesto
Cuando esos cuarenta días tocaban a su fin,
Jesús los condujo cerca de Betania (Lc 50), que era donde tendría
lugar la despedida; no en Galilea, sino en Judea, pues allí había sufrido y
allí también tendría lugar su
ascensión a la casa del
Padre.
Y en el momento de su acenso, Jesús los
bendijo. Aquel gesto de las manos sería el último recuerdo que conservarían los
apóstoles. Sus manos, con las heridas de los clavos, se elevaron primero hacia el
cielo y luego bajaron a la tierra, como si quisiera hacer descender bendiciones
sobre los hombres.
Parecía como si esas manos traspasadas por
los clavos distribuyeran mejor las bendiciones. En nuestro caso también la cruz que
soportamos por los demás hace que haya a nuestro alrededor más gracia. Así
nuestras heridas, elevadas al cielo mediante la oración, suben hacia Dios y el
Señor las convierte en gracia.
En nuestra vida actual tenemos enfermedades
y también heridas en el alma. Pero no deben hacernos avinagrar nuestro
carácter, porque nada nos puede hacer
malos si nosotros no queremos. Al contrario, esas heridas del alma o del cuerpo
podemos mostrarlas en nuestra oración para ayudar a las personas que lo
necesitan. Sobre todo si esas personas han sido las causantes de ese mal. Pues
la oración por los que se consideran nuestros enemigos es la más eficaz delante
de nuestro Padre Dios.
Nosotros –como decía san Josemaría– al ir
tras los pasos del Señor, notamos que Dios nos bendice con la cruz (cfr.
Amigos de Dios, 132).
Precisamente en el Levítico, después de hacer
una profecía sobre el Mesías se hablaba de la bendición del sumo sacerdote.
Todos las Sagradas Escrituras hablan de Él, por eso desconocer las Escrituras
es desconocer a Jesús.
Ahora ocurre que una vez que ha
mostrado que todas las profecías se
habían cumplido en Él, se dispuso a bendecir
antes de entrar en el santuario del cielo. Las manos heridas que sostienen el
centro del universo dieron la bendición final
Mientras los bendecía, se separó de
ellos, y fue llevado arriba al cielo... (Lc 24, 51).
Y se sentó a la diestra de Dios (Mc
16, 19).
Y ellos, habiéndole adorado, se
volvieron a Jerusalén con gran gozo; y estaban de continuo en el templo, alabando y
bendiciendo a Dios (Lc 24, 52-53)
En su despedida de este mundo también estuvo
presente la cruz, como sucedía en cada
detalle, por pequeño que fuera, de su vida. Por eso la ascensión se realizó
en el monte de los olivos, a cuyo pie se encuentra Betania.
Llevó a sus apóstoles a través de ese
pueblo, lo que quiere decir que tuvieron que pasar por Getsemaní y por el mismo
sitio en que Jesús había llorado a ver a Jerusalén.
Y no desde un trono, sino desde un monte
situado por encima del huerto de retorcidos olivos teñidos con su sangre, Jesús
realizó la última manifestación de su poder.
Su corazón no estaba amargado por la cruz, puesto que la ascensión era el
fruto de aquella crucifixión.
Como Él mismo había declarado,
era necesario que padeciera para poder entrar en su gloria.
No dejó de ser
Hombre
Todos los misterios de la vida del Señor
están conectados pero hay una relación muy especial entre el primero y el último, entre la
encarnación y la ascensión. Pues al asumir la naturaleza humana se
hizo posible que Jesús sufriera y nos salvara. Y al revés, en la ascensión se
glorificó a la naturaleza humana que había sido humillada hasta la muerte.
Gloria y cruz están muy relacionadas hasta
llegar a ser la misma cosa, según nos dice san Juan, al hablar de la muerte con
la que iba a ser glorificado Jesús. También en nuestra vida los sufrimientos
pueden convertirse en condecoraciones si los padecemos por amor de Dios.
Nuestros momentos de gloria no son los que hemos obtenido un éxito humano, sino
cuando en el día a día convertimos los pequeños fracasos en oración.
Pues, en la Ascensión Jesús no abandonó la
carne; y de esa forma sería el modelo a seguir, por otros hombres para llegar a la gloria, por
medio de la participación en su vida.
Así dice san León Magno que con la
Ascensión, nuestra naturaleza fue elevada por encima de todas las categorías de ángeles hasta
compartir el trono de Dios (cfr. Sermón sobre la Ascensión del Señor 2,1-4). Seguramente esto humilló mucho a los ángeles soberbios. Su
envidia sería muy grande porque un Hijo del hombre, inferior a ellos en
naturaleza, ocupo el trono del Hijo de Dios.
Igual ocurre en esta vida, los más cercanos al
Señor no son siempre los más inteligentes, los que ocupan cargos importantes,
sino los más humildes. La humildad es el trampolín de Dios para llegar alto. A
veces en esta vida y, siempre, en la otra. Así el primer Papa no fue un teólogo
sabio sino el jefe de una cooperativa de Pesca, de un lugar desconocido, de un
país sin excesiva importancia.
Por eso, meditar la Ascensión, puede servir
para que nuestras mentes y corazones tengan perspectiva de eternidad; para que
busquemos las cosas de allá arriba, donde está nuestro Señor. Pero sin olvidar
que las cosas terrenas son muy importantes, porque con ellas podemos obtener
méritos para ganarnos la gloria.
De todas formas, resultaba muy difícil
creer que Él, el Varón de dolores, familiarizado con la angustia, fuese el
amado Hijo en quien el Padre se complacía. Era difícil creer que, quien no había bajado
de la cruz, pudiera subir ahora al cielo. Pero la ascensión disipaba
todas estas dudas porque introdujo su naturaleza humana en una comunión íntima
con Dios.
Igual nos puede suceder a nosotros: es
difícil creer que una persona que ha perdido su trabajo y tiene que hacer
cola en Cáritas es un hombre amado por Dios. Nos resulta muy costoso pensar que
una persona aquejada por la Covid-19 haya sido un agraciado del cielo.
En el caso de Jesús se burlaron de Él cuando
los soldados le vendaron los ojos y le pedían que adivinara quién le golpeaba.
Se mofaron de Él al ponerle un vestido real y por cetro una caña. Finalmente se
burlaron de Él como sacerdote al desafiarle a que bajase de la cruz. Por eso,
con la Ascensión se le aclamará según las humillaciones que había recibido como
Profeta, como rey y como sacerdote.
También en nuestra vida hay quien se burla
de nosotros cuando hablamos de Dios, o cuando hieren nuestra fama, o cuando se
ríen porque rezamos. Pero por la pasión del Señor y la Ascensión formamos un
pueblo de sacerdotes, de reyes y de profetas. Y lo mostramos al rezar, al
trabajar y a hablar de Dios.
Otro motivo de la ascensión era que Jesús
pudiera abogar en el cielo ante su Padre con una naturaleza humana común al
resto de los hombres. Ahora podía, mostrar las llagas no sólo como insignias
de victoria, sino también de petición por nosotros. Jesús elevó al Padre nuestras
necesidades. Sería nuestro abogado delante de Él.
Por eso dice la Carta a los Hebreos: Ya
que tenemos un Sumo Sacerdote que ha entrado en los cielos —Jesús, el Hijo de Dios—... Porque no tenemos un sumo sacerdote que no pueda compadecerse de
nuestras debilidades, sino que, de manera semejante a nosotros, ha sido probado
en todo, excepto en el pecado (4, 14-15).
Jesús, ya que eres humano como nosotros y
además eres poderosísimo en cuanto Dios: ayúdanos a ser tan humanos como Tú,
para llegar al cielo: eso si que sería una nueva normalidad.
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