Hace años se reunieron en Granada miles de personas para celebrar la llegada de la primavera haciendo un macrobotellón.
También se reunían miles de personas en Jerusalén el día de Pentecostés para celebrar la fiesta de la cosecha que se tenía cincuenta días después de la Pascua.
En ese día los discípulos del Señor estaban reunidos en un mismo lugar, unidos por el miedo que es lo más penoso que puede unir. Y, de repente, llegó el Amor de Dios (cfr. Primera lectura de la Misa: Hch 2, 1-11)
«Se llenaron todos de Espíritu Santo y empezaron a hablar». Se llenaron del Espíritu Santo que produce los efectos del vino y empezaron a hablar.
Así pasaron aquellos primeros cristianos del miedo y la tristeza a la ilusión, a la ilusión de la juventud y así nació la iglesia (cfr. Prefacio de la Misa).
En cambio, en el botellón de Granada algunos pasaban del punto al coma, del puntillo al coma etílico.
Hay un filósofo español que ha escrito un libro que se titula: Breve tratado sobre la ilusión.
En castellano la palabra «ilusión» tiene varios significados. Se habla de un «iluso» cuando una persona tiene ideas que no están fundadas en la realidad.
Pero también el término «ilusión» tiene una carga positiva, por eso hay cosas que llamamos «ilusionantes». Es la ilusión tan propia de los niños, los locos y los borrachos.
Precisamente uno de los efectos de alcohol es transformar la realidad y hacerte más expansivo. Me contaron que algunos locutores de radio, antes de salir en antena se toman un copazo, para tener así más facilidad de palabra.
Pues el Amor de Dios, el Espíritu Santo, es como el vino que enardece, ilusiona y nos hace hablar con el lenguaje que la gente entiende, el lenguaje del corazón.
«Se llenaron del Espíritu Santo y hablaron de las maravillas de Dios», nos dice el Libro de los Hechos (2, 4).
La civilización antigua creó una torre que acabó separando a los hombres de Dios, y a los hombres entre sí, porque no hablaban el mismo lenguaje.
Eso fue Babel, el orgullo que condujo a la separación. Es lo contrario de Pentecostés. Porque el Amor de Dios no tiene barreras. Nos lleva a hablar en el lenguaje que todo el mundo entiende: el lenguaje del afecto.
Pero el lenguaje es un vehículo, lo importante es el contenido. El mensaje que nosotros tenemos que transmitir es que tanto amó Dios al mundo que nos entregó a su Hijo. Esta es la maravilla de Dios (cfr. Hch 2, 11).
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