Hoy celebramos el misterio principal de nuestra fe,
que no hubiéramos conocido si el Señor no nos lo hubiera contado. Es la vida íntima de
Dios la que viene a revelar Jesús.
Que Dios es Padre, que Dios es Hijo y que Dios es
Espíritu Santo.
El Señor ha tenido paciencia hasta que ha podido
decírnoslo. Si lo hubiera dicho antes, seguramente se hubiera pensado que hay
tres dioses.
Al principio, Yavhé quería remarcar a su pueblo que
era un solo Dios, que no había varios dioses.
Nos cuenta el libro del Éxodo (34, 4b–6. 8–9: Primera
lectura de la Misa) como Moisés le pide a Dios que les acompañe siempre.
Moisés le dice que Israel es un pueblo duro de
entendimiento, de «dura cerviz». Efectivamente, el pueblo elegido, no
hubiera entendido en ese momento toda la verdad a cerca de Dios.
Una vez que asimilaron que Yavhé era Uno, Jesús
revela que es un solo Dios pero que tiene tres Personas.
Esto es difícil de entender si uno no tiene fe. Lo
dice el Señor en el Evangelio para que el mundo crea (cfr. Jn 3, 16–18:
Evangelio de la Misa).
Hay muchas personas que ven con facilidad que Dios sea
Uno. Son los creyentes de las tres religiones monoteístas: junto con los
cristianos están los hebreos y los musulmanes. Los tres procedemos de la fe de
Abraham.
En la Alhambra hay un poema en el que se explica, con
mucha claridad, la fe de los musulmanes. El poeta dice que allí, la oración se
dirigía «a un Dios solo».
Efectivamente, los musulmanes creen que Dios es Uno.
Tanto lo remarcan que piensan que está solo. Y sin embargo Dios es una familia.
El misterio de la Santísima Trinidad no es un invento
de la teología.
Claramente, San
Pablo en una de sus cartas desea que recibamos «la gracia» que nos ganó Dios
Hijo muriendo en la cruz, «el amor» de Dios Padre que nos
regaló la vida, y la unión con el Espíritu Santo (cfr. 2 Cor 13, 11–13:
Segunda lectura de la Misa).
Esto es lo que deseamos a todos los que lean esto.
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