La presencia inesperada
Nos dice el evangelio de la Misa: Entonces se les
abrieron los ojos y le reconocieron (Lc 24, 31).
Lo que tú y yo pretendemos es reconocer a nuestro Señor en
el camino de la vida ordinaria. Cuando estamos desesperanzados porque
pensábamos que ser cristiano consistía en otra cosa más deslumbrante.
Por eso le decimos ahora: ¡Señor, que te vea! ¡Que te
contemple, que te quiera!
¡Que me asombre ante las cosas grandes
que hace tu Amor!
Los llamados discípulos de Emaús se maravillan ante esa
presencia inesperada del Señor. Hoy pedimos que también nosotros sepamos
descubrir el Amor escondido.
San Josemaría contemplaba la Eucaristía como esa Rosa escondida.
¡Señor, que yo sienta ese perfume
divino! ¡Que me atraiga, y entonces correré por el camino de tu amor!
Contemplar al Señor en la Eucaristía. A eso vamos hoy a la
oración. Ese fue el «programa» que
nos indicó Juan Pablo II al comienzo del tercer milenio. Y realmente el milenio
ha comenzado en el 2020: una año que supondrá un antes y un después en la
historia de los hombres.
Contemplar a Cristo implica saber reconocerle donde se
manifieste. Por eso vamos a la oración a escuchar en silencio. Queremos que Él nos habrá su intimidad como hizo con aquellos dos que iban tristes y
desanimados. Con Jesús nunca estaremos solos, porque nos escucha cuando le pedimos que se quede con
nosotros. Y realmente se ha quedado en la Eucaristía.
Él se manifiesta, sobre todo en el Sacramento vivo de su cuerpo y de su
sangre. De ahí que la Iglesia vive del Cristo eucarístico: nosotros también. Nuestra vida interior y
nuestra misión daría un cambio impresionante si fuéramos
almas de Eucaristía.
Juan Pablo II en una de sus últimas Cartas deseaba suscitar en
nosotros el «asombro» eucarístico. Asombro ante la Eucaristía:
revivir de algún modo la experiencia de los dos discípulos de Emaús: Entonces
se les abrieron los ojos y le reconocieron.
Fomentar el asombro
El asombro tiene que ver con la novedad y con lo
inesperado. Los niños
se asombran mucho. Podemos pedirle al Señor: ser como niños para no tonarnos
las cosas de forma cansina y rutinaria.
Tengo la suerte de tener una sobrina que a sus cuatro años ya
manifiesta la herencia artística de sus padres. Ahora que está confinada, al
mirar por la ventana, ante la vista de un árbol, se queda extasiada.
La verdad es que en mi vida he aprendido mucho de los
niños. Durante años fui capellán de un colegio de Granada. Mirando al babi que
llevaban encima del uniforme se sabía lo que habían comido ese día, porque lo
llevaban “impreso” allí mismo. En la tela estaban las manchas de tomate, pues
de primero habían comido macarrones, también estaba la mayonesa del segundo
plato, y de postre un yogur, porque se veían, y casi tocaban, los restos en el
babi.
Con muy buen criterio las seños les decía a los de
infantil que entraran en el oratorio sin el babi. Y como señal de respeto ellos
se lo quitaban para ver a Jesús.
Los niños ya me conocían porque iba a sus clases vestido
con mi traje talar. Incluso los más pequeños decían, mientras me señalaban: –Mira
el Papa. O apuntando con el dedo: –Mira Dios.
La cosa más curiosa me pasó un día, a la entrada del
oratorio. Allí, junto a la puerta había un tiesto grande con unas flores. Y, al
intentar pasar la puerta, note que se me había enganchado los bajos de la
sotana. Mire hacia la maceta, pero era un niño el que me había cogido la tela
del hábito... y con unos ojos enormes me miraba. Y muy extrañado me dijo:
–Y ¿tú, porqué entras al oratorio
con babi?
El asombro de un niño ante la Eucaristía, es también cariño: dejan sus regalos. Con
frecuencia antes de salir del colegio me dirigía al sagrario y veía un pequeño
caramelo de los buenos, un sugus de Suchard. Y con mucha ternura me los
guardaba.
A la mañana siguiente los niños iban a ver lo que había
pasado, porque pensaban que Jesús abría la puerta y los cogía. Su extrañeza
era grande, no porque no estuviese el caramelo sino porque no había dejado ni siquiera el papel.
Realmente los hombres nos acostumbramos a todo, tanto a las cosas
buenas como a las cosas malas, esa es nuestra capacidad de adaptación: hasta
nos aburrimos de vivir en un palacio...
Vamos a pedirle al Señor que se nos ha quedado en la Eucaristía:
–Que no me acostumbre jamás a tratarte.
Reconocer a nuestro Señor eso es lo que nosotros
pretendemos: ¡Señor, que te vea! ¡Que te contemple, que te quiera!
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