Palabras, palabras, palabras, así dice la letra de una canción italiana. Y así decimos cuando las palabras sólo significan sonidos de poco valor.
Sin embargo hay otras palabras que se clavan como puñales, para bien o para mal. Unas son las palabras de amor sinceras y bellas, y otras son flechas envenenadas.
Pero de Dios sólo nos pueden venir palabras sinceras y buenas, porque Él es bueno. Y si hieren, es porque estamos enfermos, y ellas nos pueden sanar (cfr. Primera lectura de la Misa: Is 55,10-11).
Por eso cuando la palabra de Dios cae en buena tierra siempre da fruto (cfr. Respuesta del Salmo de la Misa: Lc 8,8).
Aunque el fruto de nuestra conversión, no se da sin esfuerzo. En esta tierra la semilla tiene que morir para que dé fruto .
La palabra de Dios no se siembra sin esfuerzo, ni da fruto sin sufrimiento. San Pablo habla de dolores de parto, hasta que nos transformemos, hasta que nos convirtamos en otra criatura (cfr. Segunda Lectura de la Misa: Rom 8,18-23).
Además para que haya fruto la tierra tiene que ser buena. Esta es nuestra misión: conseguir que nuestro corazón este preparado (cfr Evangelio de la Misa: 13,1-23).
La tierra de nuestro corazón puede estar llena de piedras que hace que no arraigue la palabra de Dios cuando hay dificultades. Pero las verdaderas dificultades están dentro, no fuera de nosotros.
También están las zarzas de las preocupaciones excesivas por lo material, que ahogan la voz de Dios.
Y también la superficialidad, porque nuestro corazón se ha convertido en un lugar de paso, un camino que puede transitar cualquier idea. La palabra de Dios no arraiga en un alma de portera. Esto es un modo de decir, porque las porteras suelen parar muchas goles, que quiere colarnos los intrusos.
Todo lo que nos cuenta nuestro Señor en el Evangelio puede resultar interesante, pero sonarnos como palabras bonitas: parole, parole, parole, que dice la canción.
Pero no olvidemos que son palabras de honor, puesto que nuestro señor murió por mantenerlas. Así fue, la Palabra de Dios murió crucificada. Pero resucitó. La semilla tuvo que morir para dar fruto.
Sin embargo hay otras palabras que se clavan como puñales, para bien o para mal. Unas son las palabras de amor sinceras y bellas, y otras son flechas envenenadas.
Pero de Dios sólo nos pueden venir palabras sinceras y buenas, porque Él es bueno. Y si hieren, es porque estamos enfermos, y ellas nos pueden sanar (cfr. Primera lectura de la Misa: Is 55,10-11).
Por eso cuando la palabra de Dios cae en buena tierra siempre da fruto (cfr. Respuesta del Salmo de la Misa: Lc 8,8).
Aunque el fruto de nuestra conversión, no se da sin esfuerzo. En esta tierra la semilla tiene que morir para que dé fruto .
La palabra de Dios no se siembra sin esfuerzo, ni da fruto sin sufrimiento. San Pablo habla de dolores de parto, hasta que nos transformemos, hasta que nos convirtamos en otra criatura (cfr. Segunda Lectura de la Misa: Rom 8,18-23).
Además para que haya fruto la tierra tiene que ser buena. Esta es nuestra misión: conseguir que nuestro corazón este preparado (cfr Evangelio de la Misa: 13,1-23).
La tierra de nuestro corazón puede estar llena de piedras que hace que no arraigue la palabra de Dios cuando hay dificultades. Pero las verdaderas dificultades están dentro, no fuera de nosotros.
También están las zarzas de las preocupaciones excesivas por lo material, que ahogan la voz de Dios.
Y también la superficialidad, porque nuestro corazón se ha convertido en un lugar de paso, un camino que puede transitar cualquier idea. La palabra de Dios no arraiga en un alma de portera. Esto es un modo de decir, porque las porteras suelen parar muchas goles, que quiere colarnos los intrusos.
Todo lo que nos cuenta nuestro Señor en el Evangelio puede resultar interesante, pero sonarnos como palabras bonitas: parole, parole, parole, que dice la canción.
Pero no olvidemos que son palabras de honor, puesto que nuestro señor murió por mantenerlas. Así fue, la Palabra de Dios murió crucificada. Pero resucitó. La semilla tuvo que morir para dar fruto.
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