Pero en realidad un pueblo son las personas: Delio el del bar, y su padre Inocente, Aniceto...
Pero nosotros no elegimos a esas personas: nos tocaron en suerte, caímos allí.
Sin embargo Dios ha querido hacerse un pueblo eligiendo Él a sus habitantes.
Los primeros fueron: Pedro Barjonas, y Andrés su hermano, Mateo el publicano... y así hasta doce (cfr el Evangelio de la Misa de hoy: Mt 9,36-10,8).
Estos eran los amigos del Señor, y luego vendríamos otros. Pues también nosotros somos de su pueblo (cfr. Sal 99, responsorial de la Misa).
Como nos cuenta el libro del Exodo (cfr. 19,22-6ª: Primera lectura de la Misa): el Pueblo hebreo fue elegido por Dios.
Y desde luego no hay otra nación de estas características en toda la Historia de la Humanidad. Tiene algo especial: tan especial que el Señor nació en él, y no lo abandonará.
Pues nosotros los cristianos somos Pueblo de Dios no por genética. Sino porque el Señor ha querido morir por nosotros (cfr. Segunda lectura: Rom 5,6-11).
Y ya somos de su Pueblo. El Señor derramó su sangre hebrea para fuésemos elegidos.
Es la misma sangre que llevaba la Virgen, porque el cuerpo del Señor, que vamos a recibir se formó en su interior.
También María es nuestra madre, que nos está engendrando para la eternidad.
Ella sabe de la alegría de tener hijos, y en cielo es ministra del ejercito en la intimidad.
Sabe hacer compatible su labor de Jefa de San Miguel y de madre de cada uno: Ella nos enseña el idioma de nuestro Pueblo.
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