Hay quienes le achacan a Dios todo el mal que sucede, como si el Señor fuera el causante.
Es como echarle las culpas a un Padre de las travesuras que hace su hijo, cuando ya es mayor de edad.
“Dios no hizo la muerte ni se goza destruyendo a los vivientes” (Primera lectura de la Misa: Sabiduría 1,13).
La cuestión es que en la actualidad Dios está puesto como en sospecha. Poca gente se fía de Él completamente.
Sin embargo los cristianos tenemos experiencia de lo bueno que es Dios, y que la peor ofensa es considerarle responsable de las desgracias que ocurren.
Es al revés: del mal que nosotros hacemos o que nos hacen, Él saca bienes. Nos libra de los peligros principales, aunque tenga que perder provisionalmente alguna batalla.
“Señor sacaste mi vida del abismo, me hiciste revivir cuando bajaba a la fosa” (Salmo Responsorial: 29).
La táctica del Señor en esta tierra muchas veces es “perder para ganar”.
La libertad del hombre le hace perder alguna batalla pero todo resulta bien para los que le aman.
El Señor tiene mucho poder, tanto como Amor. Por eso dice la Iglesia:
“nuestro Salvador Jesucristo destruyó la muerte y sacó a la luz la vida” (Aleluya de la Misa).
Es bueno que le pidamos todo. Las cosas espirituales y las cosas materiales. Como Jairo, que le dijo:
“Mi niña está en las últimas; ven, pon las manos sobre ella, para que se cure y viva” (Evangelio de la Misa: Mc 5, 21-43).
Pero Dios tiene la última palabra, no porque no quiera escucharnos sino porque sabe lo que sucede si nos toca la lotería.
Por eso hay que fiarse del Amor que Dios nos tiene.
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