En aquel tiempo, los magistrados hacían muecas a Jesús diciendo:
«A otros ha salvado; que se salve a sí mismo, si él es el Mesías de Dios, el Elegido».
Se burlaban de él también los soldados, que se acercaban y le ofrecían vinagre, diciendo:
«Si eres tú el rey de los judíos, sálvate a ti mismo».
Había también por encima de él un letrero:
«Este es el rey de los judíos».
Uno de los malhechores crucificados lo
insultaba diciendo:
«¿No eres tú el Mesías? Sálvate a ti mismo y a nosotros».
Pero el otro, respondiéndole e increpándolo, le decía:
«¿Ni siquiera temes tú a Dios, estando en la misma
condena? Nosotros, en verdad, lo estamos justamente, porque recibimos el justo
pago de lo que hicimos; en cambio, este no ha hecho nada malo».
Y decía:
«Jesús,
acuérdate de mí
cuando llegues a tu
reino».
Jesús le dijo:
«En verdad te digo: hoy estarás conmigo en el paraíso» (Lucas 23, 35-43).
Éste es el rey de los judíos
A lo largo de la historia ha ocurrido que
algunos cristianos desconcertados ante la situación política de su tiempo se
han preguntado por qué Dios no
interviene. Se olvidan de aquello de dar al Cesar lo que es del Cesar y a
Dios lo que es de Dios. Cada uno tiene su ámbito: el Señor de la Historia
nos da un margen para nuestra libertad. Y nuestros errores los utiliza de
trampolín para hacer avanzar su reino. Para muchos es desconcertante como su
fracaso se ha convertido en el triunfo del Amor de Dios.
El motivo de la condena de Jesús se publicó
en los principales idiomas de la antigüedad: griego, latín y hebreo. En lo alto
de la cruz aparece ese letrero, como si se tratara de una señal luminosa, que
sirve de anuncio a los hombres todo el mundo y de todos los tiempos. El
procurador Poncio Pilato había mandado poner esa inscripción. Y los judíos que
acusaron a Jesús protestaron, pero el gobernador romano, providencialmente, no
quiso cambiar el letrero que decía: Éste es el rey de los judíos.
Jesús el domingo anterior había entrado
solemnemente en Jerusalén, como si se tratase de un rey. A lomos de un asno, de
igual manera que Salomón, el heredero de David. Mientras la gente aclamaba: Bendito el que viene en nombre
del Señor... Bendito el reino que llega, el de nuestro Padre David (Aleluya
de la Misa: Mc 11, 9-10).
Todo aquello estaba profetizado hacía siglos
y ahora se cumplió: el Mesías, el heredero de David, del que Salomón, como rey
de paz, era su figura, fue a tomar posesión de la capital de su reino,
Jerusalén, que significa ciudad de la paz. Jesús como rey pacifico llegó
montado en un burro, una cabalgadura mansa y así es vitoreado por el pueblo.
Los evangelistas citan a los profetas que anuncian ese momento.
¿No eres tú el Mesías?
Al cabo de unos días de la entrada solemne en
Jerusalén las autoridades judías condenan a Jesús por
haberse declarado Hijo de Dios, tal y como David había anunciado en el salmo
segundo, y que los intelectuales de aquella época no supieron interpretar.
Los judíos esperaban un rey político que
diera momentos de gloria a la nación. Y como suele pasar, Dios tiene una lógica
distinta. Aquellos hombres pensaban que el Mesías iba a ser una persona que
impusiera su ley. Pero Jesús no venía a mandar sino a servir. Así que perdió el
debate y acabó crucificado entre corruptos.
A David le había dicho el Señor: Tú
pastorearás a mi pueblo Israel, tu serás el jefe de Israel (Primera Lectura
de la Misa: Sam 5, 1-3). Y sin embargo, Jesús, el último
descendiente de la Casa real acabó condenado a muerte por una potencia
extranjera. Tan bajo llegó la cosa que incluso los ladrones ejecutados junto a
él le insultaban.
La gente importante decía: A otros ha
salvado; que se salve a sí mismo, si él es el Mesías de Dios, el Elegido.
Los soldados, como es lógico, se reían de él,
diciéndole: Si eres tú el rey de los judíos, sálvate a ti mismo.
Incluso uno de los malhechores crucificados
lo insultaba: ¿No eres tú el Mesías? Sálvate a ti mismo y a nosotros.
Acuérdate de mí
Pues, mientras la mayoría de la gente
respetable se reía de Jesús crucificado, seguros de su fracaso. A la vez
sucedía que un ladrón confió en él, a pesar de lo que estaba viendo: un hombre
machado, física y moralmente.
Hay que tener mucha fe para pedirle a un
moribundo que se acuerde de ti cuando llegue a su reino. Eso significa que tenía
la certeza de que aquel hombre era rey, con un reinado que traspasaba la
muerte.
Lo curioso es que esa persona, que ahora
tenía una fe enorme, era el mismo que, horas antes, lo injuriaba. Y ya es capaz
de pedirle una gracia extraordinaria. Nos preguntamos por el motivo de un
cambio tan radical en tan poco tiempo.
Quizá fuese provocado por la dureza de los
acontecimientos. O por la personalidad tan apasionada de ese ladrón que le hace
pasar de un extremo a otro en unas horas.
Pero lo que con toda certeza motivó su
conversión fue observar la actitud de Jesús. El ladrón observó que era un
hombre justo condenado de forma injusta, que sufría como él, pero que
reaccionaba con una entereza heroica. La mansedumbre del Señor durante la
pasión sería el detonante que originó un cambio tan radical.
A veces parece que estamos siendo vencidos
por una enfermedad, o porque no nos ha salido bien lo que nos proponíamos. Y es
precisamente así, con nuestra paciencia, como se consigue el cambio de actitud
de los demás y mejoramos nosotros mismos. Este es el camino de toda madurez: la
paciencia todo lo alcanza, decía Teresa de Jesús.
El caso es que ese condenado admite que Jesús
es Rey, de un reino que no es de este mundo. Tiene fe para reconocerlo. Así
llegó a ser un ladrón el primer santo canonizado por la Iglesia.
Parece como si toda esta historia hubiera
sido planeada con anticipación de siglos: Jesús venía a salvar a los pecadores
con un sacrificio, su mismo nombre lo indicaba. Y, mientras se realiza esa
entrega, un asesino que estaba crucificado junto a él se convierte súbitamente.
Jesús es Rey. Pero no es la posesión de un
territorio lo que le interesa, ni siquiera adueñarse de la gente. Lo que hace
este Rey es dar, no reclamar. No quiere absorber nuestra personalidad sino que
se realice plenamente. No quiere que le entreguemos nuestra voluntad sino que
le queramos con libertad. No busca servirse de nosotros, como hacen los
monarcas de este mundo, sino pretende ayudarnos en todo. Y actuando de esta
manera nos conquista.
La primera conquista fue la de un asesino que
habría robado con frecuencia y que
seguramente se le fue la mano y mataría a alguien. Los romanos no condenaban a
muerte solo por hurtar, ese hombre tendría también un delito de sangre. Pero
sería especialista en entrar en las casas ajenas. Dimas es el nombre como se
conoce a este estupendo maleante, hacía muy bien su oficio.
Muchos santos han entrado en el cielo por la
puerta grande. El primero de la Iglesia, lo hizo por la puerta falsa... la
destinada a los pecadores. Quizá esta es la mía.
SANTO SÚBITO, AL CIELO
POR LA VÍA RÁPIDA: por la puerta de la misericordia de Dios, por la que se coló
un Ladrón.
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34 Domingo T.
O. C
–Primera Lectura
Sam 5, 1-3
–Salmo Responsorial
Sal 121, 1-2. 4-5
–Segunda Lectura
1Col 1, 12-20
–Aleluya
Mc 11, 9-10
Bendito el que viene en nombre del Señor.
Bendito el reino que llega, el de nuestro Padre David
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