Perdona nuestras ofensas
Es muy humano ser tentado, por eso no es
extraño que, en algún momento de nuestra vida, hayamos venerado algún ídolo
(Primera Lectura de la Misa: Ex 32, 7-11.13-14). Nuestro becerro
de oro puede llamarse sexo, dinero o poder. Esa idolatría personal puede
que no tenga la categoría de un gran pecado, porque solo hemos venerado un
pequeño idolillo.
Pero en todo caso hemos puesto al
alguien o algo por delante de Dios, esto es el pecado: equivocarse en
las prioridades. Pero todo tiene remedio menos la muerte: así que mientras haya
vida hay esperanza de rectificar, podemos volver a empezar. Lo que está claro
es que la naturaleza no suele perdonar, el ser humano algunas veces, pero Dios
perdona siempre. Por eso diariamente hemos de pedir a nuestro Padre Dios: perdona
nuestras ofensas.
Como escribió san Pablo: Jesús vino
para salvar a los pecadores (Segunda Lectura: Tm 1, 12-17).
El Señor busca nuestro cambio de vida: no quiere castigarnos, pretende
perdonarnos siempre. Y para eso es necesario nuestro arrepentimiento: pedir
perdón y formular el propósito de no volver a repetir lo que hicimos; hacer con
frecuencia de hijo pródigo y decir en nuestro interior: Me levantaré, me
pondré en camino adonde está mi padre... (Salmo Responsorial: Lc 15,
18).
La alegría del cielo
Resulta sorprendente lo que dice Jesús
que habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta que
por noventa y nueve justos que no necesitan convertirse (Evangelio de la
Misa: Lc15, 1-10). Nuestro Señor se alegra más por las
conversiones de los pecadores que por un buen número de santos que perseveran
en sus buenas obras. Esto puede traducirse, a nivel personal, en que hay más
alegría cuando hacemos una cosa mal y pedimos perdón, que por noventa y nueve
cosas que hacemos bien.
Acoger a los pecadores, comer con ellos
es propio de nuestro Dios (Evangelio de la Misa: Lc15, 1-10). Lo
curioso es que esos pecadores lo escuchasen, y todavía más chocante es que
algunas personas se molestasen por la actuación de Jesús. Todavía hay gente que
no entiende que el poder de Dios se muestra sobre todo en la misericordia: la
capacidad que tiene su Corazón en llevar nuestra miseria para curarla.
“Oí hablar de un gran criminal que acababa de
ser condenado a muerte por unos crímenes horribles. Todo hacía pensar que moriría
impenitente. Yo quise evitar a toda costa que cayese en el infierno, y para
conseguirlo empleé todos los medios imaginables...
Para animarme a seguir rezando por los
pecadores, le dije a Dios que estaba completamente segura de que perdonaría al
pobre infeliz de Pranzini, y que lo creería aunque no se confesase ni diese
muestra alguna de arrepentimiento, tanta confianza tenía en la misericordia
infinita de Jesús; pero que, simplemente para mi consuelo, le pedía tan sólo «una
señal» de arrepentimiento...
Al día siguiente de su ejecución, cayó en mis
manos el periódico «La Croix». Lo abrí apresuradamente, ¿y qué fue lo que
vi...? Las lágrimas traicionaron mi emoción y tuve que esconderme...
Pranzini no se había confesado, había subido al cadalso, y se disponía a meter
la cabeza en el lúgubre agujero, cuando de repente, tocado por una súbita
inspiración, se volvió, cogió el crucifijo que le presentaba el sacerdote ¡y
besó por tres veces sus llagas sagradas...!
Después su alma voló a recibir la sentencia
misericordiosa de Aquel que dijo que habrá más alegría en el cielo por un solo
pecador que se convierta que por los noventa y nueve justos que no necesitan
convertirse... (Santa Teresa de Lisieux, Historia de un alma)
La peor enfermedad
Nos dice el Evangelio (de la Misa: Lc15,
1-10) que solían acercarse a Jesús
todos los publicanos y los pecadores a escucharlo. Y los fariseos y los
escribas murmuraban diciendo: “Ese acoge a los pecadores y come con ellos”.
En alguna ocasión alguien me ha
comentado que encuentra en la Iglesia a pecadores, personas que tienen
defectos bastante potentes. Y para su sorpresa le digo: –Qué esperas
encontrar en un hospital sino a enfermos. Lo raro sería que la gente que
estuviera allí encamada no tuviera ninguna dolencia.
Es que hay gente que piensa que en la
Iglesia Católica solo caben la personas santas. Y en realidad estamos los que
queremos serlo, pero todavía no lo somos, y precisamente para eso venimos: para
que Jesús nos cure. Pues en la vida espiritual
todas las enfermedades tienen buen pronóstico.
San Josemaría en los minutos de acción
de gracias, después de la Misa veía al Señor como Médico y le pedía que le
curase de todas las enfermedades, especialmente de la peor, que es la hipocresía:
el orgullo que lleva a disimular los propios pecados.
Es bueno que nosotros ante el Médico y
las personas que lo representan –los sacerdotes– vayamos con sinceridad a
contar nuestras miserias, sin ocultar ninguna, para que el Señor nos cure. En
este Hospital –muchos llevan Nombre de Mujer– trabaja de Enfermera nuestra
Madre, la de Jesús y la tuya.
——————————
Tiempo ordinario, 24º Domingo
C
–Primera Lectura
El Señor se arrepintió de
la amenaza que había pronunciado
Ex 32, 7-11.13-14
–Salmo Responsorial
Sal 50,
3-4. 12-13. 17 et 19 (: Lc 15, 18)
R/. Me levantaré, me pondré
en camino adonde está mi padre.
–Segunda Lectura
Cristo vino para salvar a
los pecadores
Tm 1, 12-17
–Evangelio
Habrá más alegría en el
cielo por un solo pecador que se convierta
Lc 15,
1-10
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