miércoles, 13 de agosto de 2008

PABLO

El Señor comunicó al profeta Isaías que también los que no eran hebreos cabrían en su Pueblo: «a los extranjeros los traeré a mi monte santo» (Primera lectura de la Misa: Is 56,1.6-7).

Este era el deseo de las buenas personas que había en Israel: «Oh Dios, que todos los pueblos te alaben» (Salmo responsorial: 66).

Todo esto se realizó después de la Resurrección del Señor. Y el instrumento que Dios empleó tiene un nombre: Saulo de Tarso, el Apóstol de los gentiles.

Este año celebramos el 2000 aniversario de su nacimiento. Y nos alegramos porque el Señor lo utilizó para hacer católica (universal) a la Iglesia.

Saulo, de fariseo pasó a ser cristiano. Y ya sería conocido como Pablo. Al ser llamado por su nombre romano se hizo más evidente la misión a la que había sido llamado «por voluntad de Dios»: predicar el Evangelio sobre todo a nosotros, los que no somos judíos.

La unión con Cristo era el centro de la vida de Pablo de Tarso. Y todas las cuestiones debían de solucionarse según el sentir del Maestro. Por eso había que predicar el Evangelio a todos los pueblos.

En el Evangelio vemos como estaba claro que lo que salvaba no era la pertenencia a una nación, sino la fe en Jesús, que se manifiesta en las obras.

Así es como una mujer cananea (cfr. Mt 15,21-28), o un soldado romano podían seguir al Señor.

El judío Saulo escribe que es nuestro apóstol (cfr. Segunda lectura: Rm 11,13-15.29-32). Mucho viajó y sufrió por nosotros.

Por predicarnos a Cristo perdió la cabeza. Por eso con el tuteo con el que se le habla a los santos, le decimos hoy: gracias, Pablo.

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