Hoy celebramos el triunfo de la Virgen. Es la Mujer que está más alta en el cielo.
El libro del Apocalipsis (Primera lectura de la Misa: 11,19ª;12,1-6ª) nos la presenta con «la luna como pedestal», y «vestida» con un traje impresionante, nada menos que «de sol».
María está a la derecha del Rey del Universo, «enjoyada con oro» de la mejor calidad (Salmo Responsorial: 44).
Podríamos decir sin temor a equivocarnos que más que Ella sólo Dios (cfr. Camino, n. 496). Primero va Jesús, que es la «primicia» (cfr. Segunda lectura: 1Co 15,20-27) y después María.
Si hubiéramos preguntado en Nazaret a las personas que la trataron habitualmente. Quizá nos hablarían de una persona buena, e inteligente. Pero seguramente muchas de que vivieron cerca de Ella se quedarán extrañados al verla donde ahora está.
¿Cuál es el secreto de que haya llegado tan arriba? ¿Cuál fue su trampolín que la lanzó tan alto?
En el Evangelio se nos da la explicación (Lc 1,39-56). En esta tierra Ella llegó muy bajo. Fue la Madre de un condenado a muerte por blasfemia. Vio a su Hijo en el patíbulo más humillante: la cruz.
Además en la vida corriente, ni Dios, ni Ella quisieron que tuviese ningún tipo de reconocimiento. Su misión en esta tierra fue servir en cosas materiales.
Con su inteligencia, y el resto de sus cualidades podría haber querido sobresalir. Y sin embargo sólo buscó que se luciera Dios. Gracias a su humildad a llegado tan alto.
En esta solemnidad tan importante, que celebramos en agosto, podemos pedirle a nuestra Madre que Ella sea nuestro trampolín de verano.
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