domingo, 20 de enero de 2008

EL CORDERO DE DIOS

Juan el Bautista, estando en la orilla del Jordán, vio a Jesús y dijo de él: Éste es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo (1). Esta es la tarjeta de presentación del Señor.

Los judíos en tiempo de Pascua sacrificaban cada año un cordero, en recuerdo de que con la sangre de este animal fueron librados de la muerte y de la esclavitud en Egipto.

Nosotros también hemos sido liberados de la muerte eterna y de la esclavitud del pecado, gracias a la sangre de Jesús. El Señor fue el autentico Cordero Pascual que murió para librarnos de nuestros pecados.

Jesús es el Cordero que vino a perdonar. Es el Redentor, el Reconciliador. Pero el Señor se ha quedado con nosotros para seguir perdonando. Justamente en su misericordia conocemos el amor que Dios nos tiene.

Por eso no nos debe extrañar que los santos se confesaran semanalmente, y a veces con más frecuencia, porque experimentaban el amor de Dios y eso les impulsaba a ser mejores.

Un santo de nuestra época, San Josemaría, entró en una habitación donde estaban trabajando en unos asuntos que él les había encargado. Y dirigiéndose a los que estaban allí, les corrigió por unos errores de su trabajo.

Después les hizo ver, con tono enérgico, el alcance que podrían tener esos fallos, y salió de la habitación.

Pasado un rato, regresó, y, con una expresión amable les dijo:
–Hijos míos, acabo de confesarme con don Álvaro: porque lo que os he dicho antes os lo tenía que decir, pero no de ese modo. Así que he ido a que me perdone el Señor... y ahora vengo a que me perdonéis vosotros.

La confesión es el mejor remedio para alejar la tibieza, el desamor. Es bueno que acudamos a este sacramento aunque sea por cosas pequeñas, porque eso nos ayuda a querer más al Señor.

El sacrificio del Cordero pascual se renueva en la Santa Misa. Antes de la Comunión, al presentar el Cuerpo de nuestro Señor, el sacerdote dice como Juan el Bautista:
este es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo.

Es un buen momento para prepararnos a recibirle, dándole gracias porque ha muerto por nosotros.

(1) Jn 1, 29.-

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