lunes, 4 de febrero de 2008

LOS FELICES AÑOS DE NUESTRA VIDA

Viendo Jesús la cantidad de gente que le rodeaba les enseñó algo importante: Bienaventurados los pobres de espíritu... Bienaventurados los que lloran... Bienaventurados los que sufren persecución... (1) Es fácil imaginar el desconcierto y la sorpresa de todas las personas que le oyeron.

La gente pensaba y sigue pensando que la felicidad está en tener dinero, en tener salud, en sentirse aceptado por los demás... Y Jesús enseña precisamente lo contrario: que la felicidad está en las cosas en las que solemos llamar desgracias, porque son ellas las que ordinariamente nos acercan más a Dios, y nos hacen mejores.

Y, por el contrario, un hombre puede ser infinitamente desgraciado aunque tenga muchas cosas. A veces habría que decir: ¡qué pena esa familia: le ha tocado la lotería: ahora empezarán todos a pelearse!

Por eso, el Señor siguió diciendo en el discurso: ¡Ay de vosotros, los ricos! (...) ¡Ay de vosotros, todos lo que sois aplaudidos por los hombres (…)! (2).

Las Bienaventuranzas señalan el camino para el cielo. Normalmente es un camino difícil en el que hay que confiar en Dios, que saca bien del mal, y de los grandes males, grandes bienes.

Jesús quiere que aprendamos a confiar y abandonarnos en Dios incondicionalmente ante el hambre, la pobreza, los fracasos... porque la realidad no termina ahí: quizás nunca seremos ricos en esta tierra, pero tendremos más felicidad que los ricos en esta vida, y luego en la otra. Pues, como dice San Josemaría: «La felicidad del Cielo es para los que saben ser felices en la tierra» (3).

La Virgen reza: Mi espíritu se alegra en Dios, mi Salvador (...) Colmó de bienes a los hambrientos, y a los ricos los despidió sin nada (4)

(1) Evangelio de la Misa: Mt 5,1–12. (2) Lc 6,24 ss. (3) Forja 1005 (4)Lc 1,46 ss.

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