jueves, 20 de marzo de 2008

EL PASO DE DIOS

Los israelitas todavía hoy celebran una cena pascual, en la que conmemoran el paso de Dios, que liberó a su Pueblo de la esclavitud de Egipto.


Precisamente en la primera lectura de la Misa, el libro del Éxodo (12, 1-8.11-14) nos cuenta como quería el Señor que se celebrara esa cena.

La sangre del cordero que debían sacrificar serviría de señal para librarse del exterminio.

Como se ve todo estaba previsto por Dios como preparación de otra cena, la que celebró el Señor con sus discípulos, y nosotros ahora hacemos presente.

Aquella cena pascual anticipaba la muerte del Señor en el Calvario, y este sacrificio de la Misa lo que hace es renovar el de la Cruz.

En el centro de todo está sacrificio de Jesús, el Cordero de Dios, que con su sangre nos libera de la muerte.

Por eso la Última cena es un anticipo lo mismo que ahora es una renovación. Pero esto último no podría hacerse sin los sacerdotes, que hacen presente otra vez al Señor en el altar.

Por eso Jesús, en un día como hoy, instituye el sacerdocio cristiano. Para que se hiciese en memoria suya todo lo que él hizo, como nos dice San Pablo en la Segunda lectura (1Cor 11, 23-26). Y esto es lo que hacemos nosotros ahora «proclamar la muerte del Señor».

San Juan en el Evangelio (Jn 13,1-15) nos aclara el sentido de esta muerte: Jesús nos «amó hasta el extremo».

Y su ejemplo de entrega es para nosotros un mandato: los cristianos tenemos que amarnos como el nos amó. Cosa imposible si el mismo no nos ayudara.

Hoy celebramos la Pascua, el paso del Señor. Pero Él se ha quedado en la Eucaristía para realizar la Común-unión entre nosotros: entre Dios y los hombres, y entre todos los que se llaman cristianos.

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domingo, 16 de marzo de 2008

DOMINGO DE BURROS

En un día como hoy comienza la Semana Santa, en la que los amigos de Dios revivimos la Pasión del Señor.

El Señor quiere que conozcamos el amor que nos tiene. Él hubiera muerto solo por nosotros. Y pasando por esos tormentos tan crueles.

El Señor quiso padecer la flagelación, la crucifixión, y el abandono de sus amigos para que nosotros conociésemos que aunque un Dios no puede sufrir, él es capaz de hacerse hombre y padecer como padecemos los hombres (cfr. Primera lectura de la Misa: Is 50, 4-7).

Y así no le tuviéramos miedo sino ternura. Esto es lo que le sucedía a los santos cuando lo veían tan golpeado y lleno de heridas.

Jesús en la cruz rezó esa oración, el salmo que recitamos hoy: Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado? (Salmo 21).

Esta era la oración de un hombre que pide ayuda a Dios Padre, al verse acorralado por sus enemigos (cfr. Evangelio de la Misa: Mt 26,14-27,66).

Y Dios Padre parece que no le escucha, pero la pasión no fue la última palabra.

También en nuestra vida habrá sufrimiento. Sucesos que flagelen nuestro cuerpo y nuestra alma. Pero al final –si sabemos confiar en Dios nuestro Padre, como Jesús– los látigos se convertirán en ramos de triunfo (cfr. Evangelio después de la Procesión de entrada: Mt 21,1-11).

Ahora ya sabemos el porqué de las palmas que aclaman a Jesús como Rey. El Señor triunfaría convirtiendo el mal en bien. Los ramos eran señales que anticipaban su triunfo.

Pero no sólo profetizaban el triunfo de Jesús, también el nuestro. Si sabemos sufrir con el Señor también resucitaremos con Él. Y hasta nos aclamaran por muy burros que hayamos sido en esta vida, porque lo importante será haber llevado al Señor como aquel animal.

Te leo un poema dedicado al burro:

Con cabeza de monstruo y con las alas raras de mis orejas color gris, soy la caricatura del diablo andando a cuatro patas por ahí. Vagabundo andrajoso de la tierra, trabajando sin fin he de vivir, sufriendo hambre y desprecio... y siempre mudo me guardo mi secreto para mí, porque vosotros olvidáis mi hora que fue inmortal, tremenda y dulce. Allí alzaban todos a mi paso palmas y aleluyas al Hijo de David.

(G. K. CHESTERTON, The donkey)

Pues algo así de celebrada será nuestra entrada en la eternidad, por haber llevado en esta vida a nuestro Señor por los caminos de este mundo.

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sábado, 15 de marzo de 2008

¡DIOS AÑADIRÁ!

Hay un paralelismo muy estrecho entre las dos grandes hombres que se llamaron así: uno en el Antiguo Testamento, y el otro en el Nuevo.

La vida de los dos Josés guarda una gran similitud. Los dos fueron a Egipto, los dos son famosos por su castidad, y los dos recibieron la voluntad de Dios en sueños.

Y parece como si los sueños del primer José, se hicieron plenamente realidad en el segundo.

Nos dice el libro del Génesis (37, 5-10):

Tuvo José otro sueño, que contó a también a sus hermanos, diciendo: "He visto que el sol, la luna y once estrellas me adoraban".

Efectivamente en Nazaret, Jesús y María se someterían a la autoridad del Jefe de la familia: el Sol de justicia, que es Jesús, y la Luna, María, que recibe la luz del Astro Rey.

Y también así como el primer José se convirtió en intendente de los graneros de Egipto. De igual manera, el segundo José recibió el encargo de ganar el pan de la familia de Nazaret.

También a nosotros San José nos ayuda como Padre. Por eso nos dice la Iglesia, como el Faraón decía a sus súbditos: «id a José».

Hemos de ir a él como han acudido los santos. Teresa de Jesús escribió sobre el Santo Patriarca: «No me acuerdo, hasta ahora, haberle suplicado cosa que la haya dejado de hacer» (Libro de la vida, cap. VI).

En hebreo el nombre de José significa: Dios añadirá. Eso es lo que hace: conseguir que el Señor multiplique las cosas buenas en nuestra vida.

domingo, 9 de marzo de 2008

¡SAL FUERA!

Hay quien piensa que los milagros de los que nos habla el Evangelio se hicieron por medio de sugestión. La gente se sugestionaba y se le curaba una enfermedad: es el llamado efecto placebo.

Así, algunos explican que un ciego de nacimiento comenzase a ver, que un paralítico pudiese andar, que con tres bocadillos de sardinas comiesen miles de personas, etc.

Dicen que la mente humana tiene una capacidad desconocida para realizar esos fenómenos paranormales, que la gente corriente llama milagros. Desde luego esta opinión pseudocientífica no deja de ser bastante curiosa.

Pero lo de resucitar a un muerto, eso es ya diferente, ahí ya no existe el efecto placebo, porque el muerto no puede ser sugestionado.

Entonces se podría objetar que es que no estaría muerto. Pero en este caso de la resurrección de Lázaro, su cuerpo llevaba varios días en el sepulcro, y olía ya por putrefacción de la carne, señal evidente de que no estaba en estado de coma.

Con la medicina y contando con el paso del tiempo se podrá hacer muchas cosas, pero nunca resucitar a un muerto, eso no tiene vuelta de hoja.

Y el Señor lo hizo, y por eso querían matarle sus enemigos. Porque ya era demasiado. Darle la vista a un ciego de nacimiento fue portentoso, pero darle la vida a Lázaro eso era ya tumbativo, mejor dicho resucitativo.

La Sagrada Escritura nos habla este domingo de la Resurrección. Y es que Jesucristo es el camino nuestro, y también la Vida.

Está profetizado: os infundiré mi espíritu y viviréis (Primera lectura de la Misa: Ez 37, 12-14). Por eso dice el Salmo que hoy leemos: desde lo hondo (desde el sepulcro) a ti grito, Señor (129).

El Señor puede devolvernos la vida como hizo con su amigo Lázaro, pero también puede resucitarnos a la vida sobrenatural, la vida de la gracia, que es lo importante.

Porque ¿para qué queremos vivir toda la eternidad alejados de las personas que queremos? Eso no sería vida, porque una vida sin amor es un desastre y una vida eterna sin amor es un infierno.

Como dice san Pablo el Amor de Dios es lo que nos devuelve otra vez la vida sobrenatural (Segunda lectura de la Misa: cfr. Rom 8,8-11). Y esto es lo que el Señor quiere hacer con nosotros esta cuaresma: resucitarnos.

Por eso, nosotros, en este tiempo, después de reconciliarnos con Dios volveremos a la vida verdadera, no la de diseño.

Y, aunque haya gente que nos diga que no estábamos muertos, que nos habían visto en el botellón, les diremos que sí, que estuvimos, pero que nos fuimos porque Alguien nos llamó: ¡sal fuera!

Cuenta el Evangelio que el Señor expulsó siete demonios de María Magdalena (Lc 8, 3). Yo me los imagino en forma de sapo.

La Magdalena no resucitaría a la vida espiritual de la noche a la mañana. Su conversión sería poco a poco. A veces volvería para atrás.

Estoy seguro que Jesús se la confió a su Madre, para que su vuelta a la vida fuese definitiva.

La Virgen como buena enfermera nos curará también a nosotros del postoperatorio.


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domingo, 2 de marzo de 2008

CIEGO EN ESPAÑA

A veces, la vida en esta tierra se ha comparado con una comedia en la que cada uno representa un papel.

Y sucede, en el teatro o en el cine, que lo que allí se desarrolla no es real, aunque lo aparente. El que actúa de rey, una vez acabada la función deja su corona, y se toma un bocadillo en un bar. Y lo mismo el que hace de mendigo, puede ganar millones por su actuación.

Por eso se compara nuestra vida con el arte dramático: detrás de las cámaras y de la tramoya está la realidad, pero no en el escenario, allí todo es apariencia.

La gracia del asunto es que, mientras más real parece, más falso es. Como nos ocurre a nosotros, que estamos tan metidos en las cosas, que nos pueden parecer definitivas cuando no lo son.

Muchas veces el Señor nos dice como le insinuó al profeta: «No te fijes en las apariencias» (Primera lectura de la Misa: I Sam 16, 7)

La realidad de cada personaje sólo la puede conocer Dios, que es el que mira las cosas fuera del tiempo, y mira, no el papel que uno representa, sino que «el Señor ve el corazón» (Idem)

Y hay una forma para ver las cosas del modo como las ve Dios: esto es la luz de la fe. Con la fe tenemos la luz de Dios. Precisamente el Señor se encarnó para darnos esa visión sobrenatural.

¡Qué grande es la fe, que nos hace ver las cosas con la luz de Dios! Podemos decir que el verdadero ciego es el que no tiene esa luz.

¡Qué pena no tener fe! Pues las cosas sin fe carecen de sentido. Lo mismo que la ceguera impide ver el relieve, los colores, un agnostico, no sabe, ni ve lo fundamental.

Por eso un acto de fe en Dios vale más que todas las riquezas de la tierra. La fe nos da la luz para ver los acontecimientos de esta vida con los ojos de Dios.

¡Qué bueno es lo que dice a Jesús el ciego, que empieza a ver: «Creo, Señor»! (Evangelio de la Misa: Jn 9, 38)

Al ciego no sólo le dio la luz natural sino la sobrenatural, así empezó a caminar por el mundo «como hijo de la luz». (Segunda lectura: Ef 5,8).

La falta de fe es la peor ceguera, y lo peor que nos puede pasar en esta vida. Por eso corrigiendo al poeta, podemos decir:

Dale limosna, mujer
que no hay en la vida nada
como la pena de ser
ciego en España


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