Sabemos que los Apóstoles se reunieron en Jerusalén para dar solución a los problemas que habían surgido entre los cristianos (cfr. Hch 15,1-2s).
En aquella reunión solemne buscaron la coordinación. Aunque tenían motivos para enfrentarse unos contra otros, no lo hicieron, sino que respetaron las distintas sensibilidades, mientras no se opusieran a las Enseñanzas del Maestro.
Los Apóstoles y sus sucesores gozan de esa capacidad de unir, respetando las opiniones que no vayan en contra del Evangelio.
La compresión y la coordinación no podría darse con la testarudez propia de la falta de la inteligencia. Porque la fe tiene que ir unida a la verdad.
Pero la Verdad no puede utilizarse como un arma arrojadiza, que impacta como una bofetada.
La Verdad sin Caridad encuentra obstáculos para ser recibida. Pero incluso resulta dañina al que la lanza al rostro de los demás, porque no en vez de hacerle bueno le hace orgulloso.
Es una pena que la Verdad sea motivo de desunión. Aunque la Verdad nunca desune, lo que desune es la ignorancia y el orgullo.
Para eso quiso enviarnos Jesús el Espíritu Santo, que es Amor de Dios y nos enseñará todas las cosas (cfr. Jn 14, 23-29).
En la Antigüedad los hombres quisieron construir una torre altísima que llegara hasta el cielo. Hoy esto sería más o menos fácil. Pero aquellos hombres como cimiento de aquel gran edificio utilizaron su orgullo.
La cosa acabó mal y nadie se entendía, igual que sucede unas horas después de haber consumido alcohol, que no se sabe porqué siempre hay disputas.
En Babel no se entendieron, y hubo confusión, porque cada uno fue a lo suyo: podemos decir metafóricamente que no tenía un «habla común».
En el Apocalipsis se nos habla de otra construcción –una ciudad bellísima– que no sube de la tierra al cielo, sino que baja del cielo a la tierra. Porque desde allí el Señor nos ha enviado el secreto para entender la lengua de los demás: quererles.
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