Sólo pensar que alguien pueda exaltar la horca o la guillotina nos llena de repugnancia.
Así podría pasarle a algunos cristianos de la primera hora: sentirían desosiego cada vez que nombraban el suplicio de cruz. Porque el Señor murió injustamente en él. Pero San Pablo no rechaza hablar de los padecimientos del Señor: los ve como un motivo de gloria (cfr. Segunda lectura de la Misa: Flp 2,6-11).
Dice el refrán que es de mal gusto nombrar la soga en casa del ahorcado. Sin embargo los cristianos veneramos la cruz. Y si Jesús hubiera muerto en la revolución francesa hoy hablaríamos de la Santa Guillotina. Porque el patíbulo de la cruz, fue el trono desde donde el Señor nos manifestó que nos quería hasta ese extremo horrible. No porque sea una cosa agradable, sino porque fue el arma que utilizó para ganar nuestro amor.
Jesús fue levantado por encima de la tierra, suspendido en un madero, y gracias a eso, nosotros tenemos la vida eterna (cfr. Evangelio: Jn 3,13-17).
Por eso la Iglesia exalta la Cruz de Cristo, la levanta como un estandarte. Porque los que la miren con ojos agradecidos serán salvados (cfr. Primera lectura: Nm 21,4b-9).
Los primeros cristianos hablaban de «padecer con Cristo». La Cruz se veía como una espada que se le arrebataba al Maligno: el Señor utiliza el arma del enemigo –el dolor– para vencerle. Y así nosotros si padecemos juntamente con el Señor, también con él ayudaremos a la salvación del mundo.
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