La soberbia, el orgullo, hace que desconozcamos lo importante. Podríamos tener un conocimiento profundo de cosas accidentales, pero ignorar lo que más nos interesa. La verdad siempre nos lleva a la humildad: nuestro lugar en el mundo no está por delante de Dios.
Conviene repetir que la soberbia, planta que cultiva Satanás en nuestro corazón, nos hace pensar que Dios no quiere actuar en nuestras vidas, o es indiferente a nuestros problemas, o es que quizá no existe.
Ya lo hemos dicho, para algunos la mejor posición con respecto a la existencia de Dios, no es negarla –pues declararse ateo puede resultar demasiado fuerte– pero tampoco aseguran lo contrario, sino que se quedan en un punto medio, son agnósticos. No tienen certeza pero tampoco lo niegan.
En ese caso, los hechos que aparecen en la Biblia en los que Dios interviene no serían reales, sino fabricados por el deseo que tiene el hombre de que Dios exista, para que le garantice que todo va a salir bien. En ese caso el deseo de Dios se convierte en el deseo de éxito. Por eso, si la comunicación con Dios no fuese posible, tendríamos que confiar solo en nosotros y en lo que se puede alcanzar con el dinero.
En la discusión teológica de la segunda tentación, Satanás insinúa que en el caso de que Jesús sea el Hijo de Dios, le corresponde el éxito humano. Así que lo mejor sería, hacer una demostración arrojándose al vacío desde lo alto del lugar sagrado, porque sin duda Dios lo librará, ya que está llamado a triunfar.
Satanás pretende insuflarnos optimismo, para que si las cosas no salen según las hemos pensado, nos venga el bajón, y desconfiemos de que quiere nuestro bien. Pero el cristiano no tiene por qué ser un pesimista, ni tampoco un sembrador de “buenismo” bobalicón.
“Las palabras ‘optimismo’ y ‘pesimismo’ que usamos ahora —decimos que una persona es optimista para decir que está de buen humor o que tiende a ver el lado bueno de las cosas— fueron inventadas en broma para herir de un lado la doctrina de Leibniz, optimista, y las ideas...de Voltaire, pesimistas”.
(Martín Hadis, Borges, profesor, Barcelona 2002).
Por eso el primer argentino ha dicho: “es útil no confundir optimismo con esperanza. El optimismo es una actitud psicológica frente a la vida. La esperanza va más allá. Es el ancla que uno lanza al futuro y que le permite tirar de la soga para llegar a lo que anhela... Además, la esperanza es teologal: está Dios de por medio” (Sergio Rubin/Francesca Ambrogetti, El Papa Francisco, Barcelona 2013, cap.15).
Y en el escudo del primer Papa Santo del siglo XX se puede ver un ancla. Él explicaba el motivo por el que la había puesto: “recuerda la Esperanza ‘que tenemos como ancla segura y firme para el alma’ (Hb 6, 19). La esperanza, no en los hombres, que solo es ocasión de calamidad y desengaños; la esperanza en Cristo”. (Monseñor Sarto, 15 de marzo de 1885, cit. en José María Javierre: Pio X, Barcelona 1952, p. 114).
Así se entiende que en la tumba de los primeros cristianos aparece en muchas ocasiones la imagen del ancla, que se consideraba un símbolo de firmeza.
En medio de la movilidad del mar, ella es la que asegura. En el cristianismo primitivo el ancla se convirtió en símbolo de Cristo, en quien ponemos nuestra esperanza.
Por todo esto en la segunda tentación el diablo quiere que Jesús ponga a prueba a su Padre Dios exigiéndole un triunfo innecesario, que haría que todo los presentes en el templo de Jerusalén queden admirados ante un hombre que baja espectacularmente desde el pináculo del templo (cfr. Mt 4, 5-6).
La respuesta de Jesús de nuevo está tomada del Deuteronomio (6, 16): ¡No tentaréis al Señor, vuestro Dios! Estas palabras de Jesús se refieren a la rebelión de los israelitas contra Moisés en el desierto cuando corrían peligro de morir de sed.
En realidad no solo era una rebelión contra el Jefe del Pueblo, sino que una rebelión contra el mismo Dios, que lo había nombrado. Exigían a Yahveh que demostrara que era Dios y por eso en la Biblia se describe el suceso con estas palabras: Tentaron al Señor diciendo: ¿Está o no está el Señor en medio
de nosotros? (Ex 17, 7).
Aquellos, al dudar de Dios, pretenden someterle a una una prueba. Como diciendo: si no vemos no creemos. También a nosotros podría pasarnos si solo reconoceríamos como real lo que pudiéramos experimentar. Entonces si no sintiéramos la presencia del Señor sería como si Él no existiese. Y así, desconfiando, no podríamos conocerle ni quererle.
Quien pensase de este modo, se convertiría a sí mismo en Dios.
En esta vida caben dos opciones: o nos fiamos del amor que Dios nos tiene o nos fiamos de nuestro amor propio, de nuestro propio criterio. Más tarde o más temprano tendremos que decidir de quién fiarnos.
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