El Señor nos ha llamado a cada uno en unas circunstancias propias, distintas a las de los demás. En algunos casos subiendo a la montaña, y en otros bajando a la playa... Como a los apóstoles que estaban en una barca y lo dejaron todo para seguirle (cfr. Evangelio de Primera de la Misa: Lucas 5, 1-11).
Somos los que trabajamos cerca de Él. Los de su séquito. Caminamos juntos desde hace más o menos años: nos ha hecho compañeros para enviarnos a ayudar a otras personas (cfr. Primera lectura de la Misa: Isaías 6, 1-2a. 3-8).
Y, como los Doce, nosotros nos sentimos privilegiados por estar tan cerca del Señor.
Había tantos a nuestro alrededor más apropiados para recibir la llamada del Señor... Con más condiciones humanas de inteligencia, de virtudes, de simpatía...
Y, sin embargo nos ha elegido a ti y a mí... por la razón más sobrenatural: porque le dio la gana.
Hace unos años decía Juan Pablo II: Todos sabemos cuán necesarias son las vocaciones. Y sabemos también que la disminución de las vocaciones es a menudo consecuencia de la reducción de la fe y del fervor espiritual.
Es una realidad que escasean la vocaciones de entrega total a Dios en el mundo que llamamos civilizado.
Parece un círculo vicioso: cuanta menos fe y amor a Dios, menos vocaciones de entrega. Y cuantas menos vocaciones, menos fe y amor.
Pero lo podemos convertir en un círculo virtuoso: si tenemos cada uno de nosotros fe y amor, habrá más vocaciones que “producirán” más fe y amor... y así sucesivamente.
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