sábado, 17 de noviembre de 2018

JESÚS ES UNGIDO POR EL ESPÍRITU


Cuando Jesús sale del agua (cfr. Mc 1, 10-11), se oyen las palabras de satisfacción de Dios Padre, que ante la obediencia de Jesús exclama: Tú eres mi Hijo, el amado, en ti me he complacido

Y una paloma reposa sobre Él. Es en este momento en el que como Hombre recibe la “unción” reservada a los sacerdotes, a los reyes y a los profetas en Israel (cfr. Joseph Ratzinger-Benedicto XVI, Ibidem, pp. 49-50). 

Pero Jesús no es ungido con aceite, sino con el Espíritu Santo, que en ese momento aparece en forma de una criatura pacífica. Jesús recibe la unción del Espíritu Santo en el momento del Bautismo; por eso es el Ungido, el Cristo, que habían esperado las personas piadosas de Israel. 

En la vida del Señor, el Bautismo es un momento de especial trascendencia. El cielo se rasga para manifestar la personalidad del Hijo de Dios. En el Bautismo aparece toda la Trinidad desvelando el misterio más grande de nuestra fe

También nuestro bautismo tiene mucha importancia. Entramos a formar parte de la vida íntima de la Trinidad. Por medio de Jesucristo, de su pasión, muerte y resurrección, Dios Padre ha querido identificarnos como hijos suyos. 

En el rito romano, después del bautismo, tiene lugar la unción con el sagrado Crisma, en el que el celebrante hace referencia a que, mediante el bautismo, hemos recibido una nueva vida, y como miembros de Cristo recibimos esa unción, como Jesús, que es sacerdote, profeta y rey. 

Somos humanos como Jesús, y gracias a los méritos obtenidos por Él, hemos sido elevados a su misma categoría divina. 

En la sangre de Cristo somos lavados y ungidos, con el Espíritu Santo, y adoptados por el Padre, que nos reconoce como hijos suyos. 

Tendría yo unos ocho años cuando mi madre me comunicó que yo era adoptado. Dicen que lo conveniente es irlo diciendo poco a poco. Pero recuerdo que, antes de recibir la Primera Comunión, mi madre me lo dijo. Me reveló que aunque ella y mi padre me habían estado cuidando hasta esa fecha, no eran mis verdaderos padres. Ellos eran solo mis padres biológicos, porque en realidad mi Padre era Dios. Yo me llevé una gran sorpresa, y fue una satisfacción, que el mismo Dios quisiera adoptarme. Precisamente es el bautismo la ceremonia de nuestra adopción. 

Jesús, al recibir el bautismo junto con la unción del Espíritu Santo, asume la dignidad de Rey y de sacerdote en Israel. Desde aquel momento, se le asigna una misión peculiar como Mesías, el Ungido de Dios. (cfr. Joseph Ratzinger-Benedicto XVI, Ibidem, p. 49). 

Para sorpresa nuestra, la primera “disposición del Espíritu Santo lo lleva al desierto para ser tentado por el diablo (Mt, 4, 1)” (cfr. Ibidem, p. 50). 

Jesús tiene que superar allí una gran prueba. Y para prepararse, reza. Es precisamente en el recogimiento de la oración donde recibe las armas para luchar interiormente y ser capaz de no desviarse de su misión. 

Jesús tiene que reinar, pero no a través del poder, sino por medio de la humillación de la cruz. Y como Sacerdote debía realizar el sacrifico en su propio cuerpo. Jesús ora y se mortifica para aceptar su camino de Rey crucificado. Satanás le presentará las glorias de los triunfos humanos, pero Él las rechaza. Porque le desviarían de su misión: salvar a los hombres, con su bautismo de sangre y con su resurrección. 

Al ver tantos fracasos en la vida de los buenos cristianos podemos rebelarnos, sentir que son los fieles a Jesucristo los que tendrían que tomar el poder, y ser premiados en esta vida. Pero la mayoría de las veces no es así. No hay que intranquilizarse si la verdad sale mal parada algunas veces, porque Dios de los males saca bienes. Y el fracaso de los Santos no es la última palabra. 

Tenemos que ser bautizados con la misma sangre de Cristo, beber de su cáliz. Ya vendrá la resurrección de las almas. Pero no el poder y la gloria humana. Esto lo iría entendiendo poco a poco la Virgen. Según se iban desarrollando los misterios de su Hijo, Ella iba meditando, como siempre.

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