domingo, 11 de enero de 2009

ES MI PADRE (BAUTISMO DEL SEÑOR)

El día de nuestro Bautismo es el más importante de nuestra vida, ya que nos hacemos hijos de Dios. Con él recibimos un nuevo nacimiento, por eso se llama también el sacramento de la re-generación.

Jesús fue al encuentro de San Juan Bautista, que estaba predicando con gran éxito la conversión. Era normal que en un ambiente de expectación ante la venida del Mesías, la gente se estuviera preparando.

Iban tantos, que los fariseos acuden para ver qué pasa (Jn 1,19-26). Y en medio de tanta gente también el Señor aparece por allí: «Vino Jesús desde Nazaret de Galilea» (Mc 1,9). Juan el Bautista cumplió su misión de mover a la penitencia, como preparación de la llegada del Reino de Dios.


Muchas veces uno se asombra de por qué el Señor se bautizó si no le hacía falta. Jesús, sin tener necesidad de conversión, se sometió al rito del Bautismo, de la misma manera que lo hizo a los mandatos de la Ley.

UN CRISTIANO ES UN BAUTIZADO

Y precisamente, Jesús, el día de su Ascensión también quiso que los cristianos enseñaran y bautizaran en su nombre. Les dijo: «Id por todo el mundo y enseñad a todas las gentes bautizando en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo» (Mt 28,16).

La ceremonia del Bautismo ha cambiado mucho. Antes, en los primeros tiempos, la mayor parte de las personas que se bautizaban eran adultos, y el Bautismo se hacía por inmersión: la gente se iba al Jordán o a cualquier otro riachuelo que estuviera a mano, y el sacerdote los sumergía enteramente en el agua.

Todo eso significaba que el que se bautizaba era sumergido bajo el agua y, al salir, resucitaba como Jesús. Y así se convertía en una nueva persona de pies a cabeza.

Nosotros llegamos a la salvación a través del agua. Eso es el Bautismo: lanzarse al agua para obtener la liberación.

Conozco un sacerdote que celebraba su cumpleaños el día de su Bautismo porque lo consideraba como el día de su nacimiento. San Josemaría, a veces, cuando pasaba al lado de su pila bautismal la besaba, porque allí había empezado a nacer.

Gracias al sacramento del Bautismo somos hijos de Dios. Es lo mismo que le ocurrió al Señor en el Evangelio. Dios nos dice: «eres mi hijo muy amado» (cfr. Mc 1,11). Por eso es un momento tan trascendental.

A TRAVÉS DEL AIRE

Un cardenal filipino cuenta que, durante un viaje en avión, se encontró en medio de una violenta tormenta tropical y el avión empezó a dar unos tumbos espectaculares.

Todos los pasajeros estaban tremendamente asustados. A su lado se encontraba un niño. Y el cardenal le preguntó: –¿Tú por qué no estás asustado? Efectivamente era muy raro que un niño estuviera tan sereno en una tempestad así. Y el chaval le respondió: –Es que el piloto es mi padre.

CON LOS PIES EN LA TIERRA

A veces vivimos intranquilos sin saber que Dios es nuestro Padre, el Amo del mundo. Y nos ponemos nerviosos por muchas cosas: los exámenes, que será de mí el día de mañana, o perdemos la paz cuando nos regañan o no nos ha salido algo como queríamos.

Con frecuencia nos comportamos como un niño sin padres, que va de sobresalto en sobresalto porque no tiene nadie que le dé seguridad.

Así vivió desde siempre la Hija predilecta de Dios, la Virgen María. El Espíritu la cubrió con su sombra en el momento de la Encarnación y la protegió siempre, también en las horas tremendas de la Pasión. Nadie se metió con Ella, nadie la insultó ni se burló de la Madre del Condenado. Su Padre Dios, el Señor de la Historia, no lo permitió.

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