El año litúrgico acaba con la fiesta de Cristo Rey. Porque Jesús es el Señor de la Historia.
El género humano empezó con un hombre que quería ser Dios, y la historia terminará con la llegada de un Dios que ha querido hacerse Hombre.
Y «si por Adán murieron todos, por Cristo todos volverán a la vida» (1 Cor 15,20-26ª.28: Segunda lectura de la Misa).
Cristo vendrá como Dios, como Señor, como el Pastor de su Pueblo.
David, en el Salmo 22, dice que verdaderamente el Señor es el pastor de cada uno de nosotros (cfr. Responsorial de la Misa).
Este profeta que, además era rey de Israel, en su juventud se había dedicado a cuidar un rebaño, describe a Dios así.
Y otro profeta, Ezequiel, nos habla de que el Señor juzgará a sus ovejas (Primera lectura de la Misa: 34,11-12.15-17). Porque nos ha hecho libres: nadie nos obliga a hacer el bien. Y si hacemos el mal, también es porque nosotros queremos.
En este aspecto, el Señor es claro, como se lee en el Evangelio (de la Misa: Mt 25,31-46) «Se sentará en el trono de su gloria y separará a unos de otros». Jesús nos habla de una separación.
Todo esto me recuerda un libro que escribió un autor inglés que llevaba por título «El matrimonio entre el cielo y el infierno», en el que hablaba de que al final habrá una alianza entre Satán y Miguel, entre las cabras y las ovejas.
Y a este libro le respondió otro autor con una novela titulada «El gran divorcio». La tituló así porque no puede haber ningún tipo de matrimonio entre el bien y el mal.
No se arregla el error de una suma, pasándolo por alto y siguiendo: hay que rectificar el fallo, si no, el resultado es falso.
El mal ha de ser corregido, y es bueno que lo hagamos ahora que tenemos –¡cosa curiosa!– tiempo.
Ver homilía extensa
No hay comentarios:
Publicar un comentario