VI DOMINGO DE PASCUA, CICLO C
El papa Francisco nos habló de la sinodalidad en la Iglesia, en todas la instituciones de la Iglesia.
Y el papa León, pretende conservar el legado de Francisco, hasta el punto de querer llevar hasta su sotana.
León décimo cuarto, nacido en un país de inmigrantes, donde la diversidad es lo normal, nos ha dicho que no tengamos miedo a lo diferente.
Su programa se podría resumir en dos términos muy utilizados por san Agustín: amor y unidad. Eso son los dos como elementos que armonizan todas las diferencias, los distintos instrumentos de los que componen esta orquesta sinfónica, que es la Iglesia, con un metáfora muy querida por el obispo de hipona y fundador de los agustinos.
La sinodalidad es una realidad con bastante tradición entre los primeros cristianos.
Sabemos por el libro de los hechos apóstoles (cf. 15,1-2s), que leemos como primera lectura de este domingo, que los Apóstoles se reunieron en Jerusalén para dar solución a los problemas que habían surgido entre los primeros fieles.
En aquella reunión sinodal buscaron la armonía. Aunque tenían motivos para enfrentarse unos contra otros, no lo hicieron, sino que respetaron las distintas sensibilidades, mientras no se opusieran a las Enseñanzas del Maestro.
Los Apóstoles y sus sucesores gozan de esa capacidad de unir, respetando las opiniones que no vayan en contra del Evangelio.
El amor y la unidad no podría darse con la testarudez propia de la falta de la inteligencia, que no está abierta a lo diferente.
Lo cierto es que el seguidor de Jesús tiene que ser muy amigo de la verdad, que no es solo patrimonio nuestro.
Así que la Verdad no puede utilizarse como un arma arrojadiza, que impacte como una bofetada.
La verdad sin amor encuentra obstáculos para ser recibida. Pero incluso resulta dañina al que la lanza al rostro de los demás, porque no en vez de hacerle bueno le hace orgulloso.
Es una pena que la Verdad sea motivo de desunión. Aunque la Verdad nunca desune, lo que desune es la ignorancia y el orgullo.
Para eso quiso enviarnos Jesús el Espíritu Santo, que es Amor de Dios y nos enseñará todas las cosas como dice el Evangelio de la Misa de este domingo (cf. Jn 14, 23-29).
En la Antigüedad los hombres quisieron construir una torre altísima que llegara hasta el cielo. Hoy esto sería más o menos fácil. Pero aquellos hombres como cimiento de aquel gran edificio utilizaron su orgullo.
La cosa acabó mal y nadie se entendía, igual que sucede unas horas después de haber consumido alcohol, que no se sabe porqué siempre hay disputas.
En Babel no se entendieron, y hubo confusión, porque cada uno fue a lo suyo: podemos decir metafóricamente que no tenía un «habla común».
En el Apocalipsis se nos habla (en la segunda lectura de hoy) de otra construcción –una ciudad bellísima– que no sube de la tierra al cielo, sino que baja del cielo a la tierra. Porque desde allí el Señor nos ha enviado el secreto para entender la lengua de los demás: quererles.
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