El día de Pentecostés también se reunieron miles de personas en Jerusalén para celebrar la fiesta de la cosecha, que se tenía cincuenta días después de la Pascua.
Casi todos eran judíos nacidos y educados en países extranjeros; por eso hablaban lenguas distintas.
En ese día los discípulos del Señor estaban reunidos en un mismo lugar, unidos por el miedo, que es lo más penoso que puede unir. Y, de repente, llegó el Amor de Dios (cfr. Hch 2, 1-11: Primera lectura de la Misa).
«Se llenaron todos de Espíritu Santo y empezaron a hablar» (Hch 2,4). Se llenaron del Espíritu Santo, que produce en el alma los efectos del vino y empezaron a hablar.
De esta manera pasaron aquellos primeros cristianos del miedo y de la tristeza a la ilusión, a la ilusión de la juventud, y así nació la Iglesia (cfr. Prefacio de la Misa de Pentecostés).
LOCUACES
Precisamente uno de los efectos del alcohol es transformar la realidad y hacerte más expansivo. Pues el Amor de Dios, el Espíritu Santo, es como el vino que enardece, ilusiona y nos hace hablar con el lenguaje que la gente entiende, el lenguaje del corazón.
UNA LENGUA ÚNICA
Todos recordamos cómo la civilización antigua levantó una torre que acabó separando a los hombres de Dios, y a los hombres entre sí, porque no hablaban el mismo lenguaje. Eso fue Babel, el orgullo que condujo a la separación.
Es lo contrario de Pentecostés. Porque el Amor de Dios no tiene barreras. Nos lleva a hablar en el lenguaje que todo el mundo entiende: el lenguaje del afecto, del amor.
Pero el lenguaje es un vehículo; lo importante es el contenido. El mensaje que nosotros tenemos que transmitir es que tanto amó Dios al mundo que nos entregó a su Hijo. Ésta es la maravilla de Dios (cfr. Hch 2, 11).
María está llena del Espíritu Santo. Ella nos lleva al Señor casi sin darnos cuenta. Con Ella el amor a Dios entra solo, como el buen vino, y va directo al corazón.
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