Dios es el Amor por excelencia. Dios es la entrega absoluta. Cuando el Señor manda que amemos, nos dice algo que Él ya hace, porque está en su ser.
El Señor no tenía que mandar que los israelitas se quisieran a sí mismos, a sus novias, y a sus familiares. Para eso el ser humano no necesita mucha virtud: basta dejarse llevar por la naturaleza.
En el libro del Éxodo (22,20-26: Primera lectura de la Misa) Dios hablaba para proteger a los débiles y a los que nos resultan extraños. Lo que Jesús pide es que amemos a todos y en todo momento (cfr. Evangelio de la Misa: Mt 22,34-40). A los extranjeros antes de que se nacionalicen, y a las novias cuando pasan a ser esposas maduras.
El amor verdadero no hace distingos entre personas, ni circunstancias: quiere con sentimientos y también cuando no se poseen.
El Amor con mayúscula nos llena de felicidad, por eso San Pablo habla de «la alegría del Espíritu Santo» (1 T 1,7: Segunda lectura). Porque precisamente el Espíritu Santo es el Amor de Dios en Persona. Y es que el amor, la entrega, es lo que da la verdadera alegría.
Un amigo quiso escribir un libro de poemas, y le aconsejaron que lo titulase «Amor verdadero» como tantas veces se repetía en una película. Pero luego el libro terminó llamándose «A palo seco». Porque en esta tierra en la que vivimos ahora, en muchas ocasiones el amor hay que ejercitarlo a contrapelo, como muy bien sabía la Virgen, que es la auténtica Princesa prometida.
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