
En este domingo la Iglesia quiere que nos fijemos en una de las verdades de fe recogidas en el Credo: la resurrección de la carne y la existencia de la vida eterna.
La Primera lectura (1) nos habla de aquellos gloriosos hermanos que, prefirieron la muerte antes de ofender a Dios. Mientras eran torturados, confiaban plenamente en que el Señor les resucitaría.
También en el Evangelio de la Misa (3) se nos habla de la resurrección. Leemos cómo se acercaron a Jesús unos que no creían en la vida eterna con la intención de poner al Señor en un aprieto.
Jesús desbarata esa pregunta de barata teología afirmando que la vida futura no será igual a la actual, y de paso explica cómo serán los cuerpos resucitados.
Pero no son sólo palabras, Jesús con su Resurrección confirmó lo que había predicado.
El hombre no sólo posee un alma inmortal. Nuestro cuerpo no es una especie de cárcel que el alma abandona cuando sale de este mundo. El alma y el cuerpo se pertenecen mutuamente, y Dios creó el uno para el otro.
Con la Encarnación el Hijo de Dios es hombre, y toma nuestra carne para siempre. Mucho le costó hacerse como nosotros, pero lo hizo para santificar lo material y lo espiritual que hay en el hombre.
Nuestra Madre Santa María, que fue llevada al Cielo en cuerpo y alma, nos recuerda que nuestra carne le costó sangre a su Hijo, para que pudiésemos disfrutar por toda la eternidad.
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