miércoles, 18 de junio de 2025
sábado, 14 de junio de 2025
DIOS ES UNA FAMILIA
Hoy celebramos el misterio principal de nuestra fe, que no hubiéramos conocido si el Señor no nos lo hubiera dicho. Es la vida íntima de Dios la que viene a revelar Jesús.
Que Dios es Padre, que Dios es Hijo y que Dios es Espíritu Santo.
El Señor ha tenido paciencia hasta que ha podido decírnoslo. Si lo hubiera dicho antes, seguramente se hubiera pensado que hay tres dioses.
Al principio, Yavhé quería remarcar a su pueblo que era un solo Dios, que no había varios dioses.
Nos cuenta el libro del Éxodo (34, 4b–6. 8–9) como Moisés cuando sube al monte Sinaí y le pide a Dios que esté siempre al lado de su pueblo, porque Israel es de duro entendimiento, de «dura cerviz».
Efectivamente, el pueblo elegido no hubiera entendido en ese momento toda la verdad a cerca de Dios.
Una vez que asimilaron que Yavhé era Uno, con Jesús revela que es un solo Dios pero que tiene tres Personas.
Esto es difícil de entender si uno no tiene fe. Lo dice el Señor en el Evangelio para que el mundo crea (cf. Jn 3, 16–18).
Hay muchas personas que ven con facilidad que Dios sea Uno. Son los creyentes de las tres religiones monoteístas: junto con los cristianos están los hebreos y los musulmanes. Los tres procedemos de la fe de Abraham.
En la Alhambra hay un poema en el que se explica, con mucha claridad, la fe de los musulmanes. El poeta dice que allí, la oración se dirigía «a un Dios solo».
Efectivamente, los musulmanes creen que Dios es Uno. Tanto lo remarcan que piensan que está solo. Y sin embargo Dios es una familia. Vive en familia desde siempre.
El misterio de la Santísima Trinidad no es un invento de la teología. Nuestro Dios es tan grande que no nos cabe en la cabeza.
Claramente, San Pablo en una de sus cartas desea que recibamos «la gracia» que nos ganó Dios Hijo muriendo en la cruz, «el amor» de Dios Padre que nos regaló la vida, y la unión con el Espíritu Santo (cfr. 2 Cor 13, 11–13).
Ésta es la fe católica, se dice en una oración muy antigua de la Iglesia: que veneremos a un solo Dios en la Trinidad Santísima y a la Trinidad en la unidad. (Símbolo atanasiano, n. 3).
Siempre están juntos. Ahora en sagrario están los Tres. Podemos aprovechar para hacer ahora, en nuestra oración, un acto de fe: –Creo en Dios Padre, creo en Dios Hijo, creo en Dios Espíritu Santo.
También adorarle: –Gloria al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo… (Ap 1, 8).
O podemos decirle: «A Ti la alabanza, a Ti la gloria, a Ti hemos de dar gracias por los siglos de los siglos, ¡Oh Trinidad Beatísima!» (Trisagio Angélico).
Es la letra de la canción de los ángeles, del Trisagio Angélico. Conocemos la letra pero no la música que debe ser impresionante. Si pudiéramos escuchar las canciones de los ángeles nos daría un ataque de belleza, aunque la letra fuera siempre la misma: –«Santo, Santo, Santo. A Ti la alabanza, a Ti la gloria, a Ti hemos de dar gracias por los siglos de los siglos, ¡Oh Trinidad Beatísima!».
San Josemaría tenía un truco para tratar a la Trinidad. Le servía hacerlo a través de otra trinidad, la de la tierra, a través de Jesús, María y José.
A ellos acudimos para que nos enseñen a buscar a Dios Padre, a Dios Hijo y a Dios Espíritu Santo.
miércoles, 11 de junio de 2025
miércoles, 4 de junio de 2025
lunes, 2 de junio de 2025
PENTECOSTES, BORRACHOS SIN ALCOHOL
Casi todos los años se reúnen, en distintas ciudades, miles de personas para celebrar la llegada de la primavera haciendo un macrobotellón. Llegan de muchos sitios. Además de los universitarios de la ciudad, también llegan de otras provincias: Jaén, Almería, Madrid, etc.
Durante toda la tarde se ve un río de personas que van con la clásica bolsa de plástico con todo lo necesario.
El ambiente era de ilusión, de alegría por la que se va a armar.
BORRACHOS SIN ALCOHOL
El día de Pentecostés también se reunieron miles de personas en Jerusalén para celebrar la fiesta de la cosecha, que se tenía cincuenta días después de la Pascua.
En griego, la fiesta de la cosecha se traduce con la palabra Pentecostés, porque se celebraba 50 días después de la Pascua.
Venían de Libia, Cirene, de la actual Irak. Casi todos eran judíos nacidos y educados en países extranjeros; por eso hablaban lenguas distintas. Aquello no dejaba de ser un espectáculo curioso.
En ese día los discípulos del Señor estaban reunidos en un mismo lugar, unidos por el miedo, que es lo más penoso que puede unir. Y, de repente, llegó el Amor de Dios (cf. Hch 2, 1-11).
«Se llenaron todos de Espíritu Santo y empezaron a hablar» (Hch 2,4). Se llenaron del Espíritu Santo, que produce en el alma los efectos del vino y empezaron a hablar.
De esta manera pasaron aquellos primeros cristianos del miedo y de la tristeza a la ilusión, a la ilusión de la juventud, y así nació la Iglesia (cf. Prefacio de la Misa de Pentecostés).
En cambio, en los botellones: algunos pasaron del punto al coma, del puntillo al coma etílico.
Hay un filósofo español que ha escrito un libro que se titula: «Breve tratado sobre la ilusión».
En castellano la palabra «ilusión» tiene varios significados. Se habla de un «iluso» cuando una persona tiene ideas que no están fundadas en la realidad.
Pero también el término «ilusión» tiene una carga positiva: por eso hay cosas que llamamos «ilusionantes». Es la ilusión tan propia de los niños, los locos y los borrachos.
Precisamente uno de los efectos del alcohol es transformar la realidad y hacerte más expansivo.
Me contaron que algunos locutores de radio, antes de salir en antena, se toman un copazo, para tener así más facilidad de palabra.
¡Cómo cambia la cosa cuando se tiene el cuerpo entonado!
Pues el Amor de Dios, el Espíritu Santo, es como el vino que enardece, ilusiona y nos hace hablar con el lenguaje que la gente entiende, el lenguaje del corazón.
Los Apóstoles «se llenaron del Espíritu Santo y hablaron de las maravillas de Dios», nos dice el Libro de los Hechos.
Aquel día, los Apóstoles no se cortaron un pelo. De hecho, la gente que les escuchó estaba asombrada y perpleja.
Tanto que se decían unos a otros: –«¿Qué puede ser esto?».
Y otros se burlaban diciendo: –«Están bebidos» (cf. Hch 2, 12–13).
Dicen, y es muy probable, que la cerveza la inventaron los monjes. Por algo sería...
ENAMORADOS
Los Apóstoles estaban llenos del Espíritu Santo y, por eso, no les paró nadie.
San Pedro gritaría las maravillas de Dios en el idioma de la Capadocia.
También Santo Tomás se pondría a hablar con fluidez la lengua de los medos, y San Mateo anunciaría el Evangelio como los bereberes del norte de África.
Unieron a todos los que estaban allí hablando del Amor de Dios en distintos idiomas.
Todos recordamos cómo la civilización antigua levantó una torre que acabó separando a los hombres de Dios, y a los hombres entre sí, porque no hablaban el mismo lenguaje.
Eso fue Babel, el orgullo que condujo a la separación.
Es lo contrario de Pentecostés. Porque el Amor de Dios no tiene barreras. Nos lleva a hablar en el lenguaje que todo el mundo entiende: el lenguaje del afecto, del amor.
Pero el lenguaje es un vehículo; lo importante es el contenido.
El mensaje que nosotros tenemos que transmitir es el Amor que Dios nos tiene (cfr. Hch 2, 11). El Amor de Dios, que es como el fuego.
EL FUEGO
El fuego aparece frecuentemente en la Sagrada Escritura como símbolo del Amor de Dios.
El Señor quiere que su amor prenda en nuestro corazón y provoque un incendio que lo invada todo.
Era el fuego del amor de Dios, el Espíritu Santo, que poseía Jesús, y fue enviado a los Apóstoles el día de Pentecostés, y se posó sobre ellos en forma de lenguas de fuego.
El Espíritu Santo no apareció en aquella ocasión como una paloma, y los Apóstoles salieron a hablar con esa nueva lengua de fuego, que les había dado el Señor, con el entusiasmo de los borrachos.
Los Apóstoles fueron capaces de llevar ese fuego hasta el último rincón de la tierra, porque antes había prendido en ellos.
Como le ocurrió a San Josemaría: en una viaje por el sur de la Península Ibérica, cuando contemplando las costas del norte de África desde la punta de Tarifa, exclamó: «¡Qué pena que Jesucristo sea tan poco conocido en esas tierras!... Quizá es que no se trabaja bastante».
Y el que le acompañaba, don José Luis Múzquiz, decía que otras personas solían hacer comentarios del estilo de ¡qué buena visibilidad hay hoy!, o ¡fíjate! si se ven las montañas, o ¡mira! se ven Ceuta y Melilla...
Pero el comentario de San Josemaría fue el de una persona que estaba incendiada de amor de Dios.
También nosotros hemos de pensar con frecuencia en la expansión de la Iglesia, y repasar los lugares donde todavía no cunde el amor de Dios.
A san Josemaría le removían mucho esas palabras del Señor: «fuego he venido a traer a la tierra».
Y cuando era joven hasta las cantaba. Y empleaba muchas veces esta imagen del fuego para hablar de apostolado.
Por ejemplo, decía que teníamos que ser como un brasa encendida que quema o al menos eleva la temperatura espiritual del ambiente en el que nos movemos.
En algunas épocas del año es más fácil provocar un incendio. Basta con arrojar una colilla para que ardan hectáreas de bosque. Por eso las autoridades no dejan de advertirnos que hemos de extremar la precaución.
En el apostolado, en cambio, no hay que extremar la precaución, sino propagar continuamente incendios, da igual la época del año en la que estemos.
Lo único necesario para esto es que nos acerquemos al origen de ese fuego, que es Dios mismo: –Ure igne Sancti Spíritus!
Esto es lo que han hecho los santos, no desperdiciar ninguna ocasión para encender fuego.
Pero la vibración apostólica no depende de condiciones de simpatía o sociabilidad. Si faltase apostolado, quizá haya vida interior, pero será pobre, raquítica.
El fin de la Iglesia es la gloria de Dios y la salvación de las almas, éste es también nuestro fin.
Y como han dicho los santos, lo leemos también en el epistolario de san Maximiliano Kolbe, la gloria de Dios consiste precisamente en la salvación de las almas, que cada uno salvemos almas. Con esto es con lo que el Señor disfruta.
Por eso, Jesús en la oración muchas veces nos dirá: –Cuantas cosas vamos a hacer entre los dos. Yo he venido a traer fuego a la tierra, y tú me ayudarás, como me ayudó mi
Dice el último concilio que María pide con sus oraciones el don del Espíritu Santo
En la Anunciación el Espíritu Santo ya había venido sobre ella, cubriéndola con su sombra y dando origen a la Encarnación del Verbo.
Su nueva misión de Madre se realizaría en el cenáculo de Jerusalén –dice Juan Pablo II– donde nacería el cuerpo místico de Cristo, que es su Iglesia.
La efusión del Espíritu Santo lleva a María a ejercer su maternidad espiritual de modo especial.
María Esposa de Dios Espíritu Santo, es Madre de la Iglesia, a Ella le pedimos ahora que nos consiga el fuego de su Amor.
Con Ella el Amor a Dios entra solo, como el buen vino, y va directo al corazón.